Las palabras son viento, son aire, de ellas se sirve el poeta para trasmitir su pensamiento, su vida, su ser, porque el poeta vive y existe en la poesía misma, en su propia filosofía en lo efímero del ser y en el querer trascender.
El poeta piensa como poeta, vive como poeta e incluso come y duerme como poeta, porque la poesía es una forma de vida que por entero se apodera como una enfermedad en el individuo, y lo obliga a pensar versificando, lo hace diferente de los demás ya que sin sentirlo maneja un lenguaje diferente.
Duerme y piensa como poeta, y la poesía se apodera a tal grado de él, que se transforma en peligrosa al irlo sensibilizando hasta acorralarlo en crisis existenciales enmarcadas por la hipersensibilidad, y tornándose en un veneno que incluso puede acabar con el poeta. La poesía resulta la cicuta del poeta.
La vehemencia oratoria del poeta al entregar su pensamiento a través del aire transformado en palabras, tratando de enaltecer la historia de nuestro México, la que con pasión explicaba al grupo de alumnos que atentos lo escuchaban esa mañana del veinte de julio de 1977, en que acudían al Palacio de Gobierno por ser los mejores estudiantes de México, y que sin saberlo estaban presenciando los últimos instantes que le restaban de existencia a don Pablo Cabrera.
Al terminar su brillante y como siempre didáctica cátedra, don Pablo se retiró a su lugar para en el preciso instante de sentarse, llevarse las manos al pecho emitiendo un quejido al caer al piso, ante el desconcierto de los asistentes por lo sorpresivo del acontecimiento.
Tendido en el suelo las fuerzas le alcanzaron para pedir a quienes lo rodeaban, que por favor le avisarán a su hijo Alonso, con quien había quedado de verse al término de la reunión, rogando que lo buscaran en la escuela Normal del Estado, en donde impartía clases, y el que en esos precisos instantes – las doce del día -, abordaba ajeno a lo que acontecía, el tema del grupo primario que es la familia, y que sin saber la coincidencia les decía a sus alumnos, las consecuencias de la pérdida del padre en el núcleo familiar.
Alonso, en cuanto pudo, y no tardando más que escasos minutos, arribó al Palacio de Gobierno en donde el Secretario, el licenciado Alfonso Macedo Rivas le comunicó, que su padre, don Pablo Cabrera, Cronista de la ciudad de Querétaro, había fallecido, porque el poeta no podía morir, solo se reintegraba al viento, vehículo utilizado por él durante tantos años para trasmitir su palabra y su pensamiento, su obra, su permanente presencia a través de su basta y rica obra, única e innegable moría con el. El poeta trascendía de esta manera por siempre.
Lejos ya de los años de su infancia en su natal San Juan del Río, y luego en Querétaro ,en que sus vivencias lo sensibilizan y le hacen interesarse por todo lo que le rodea, lo material, pero también lo inmaterial, lo etéreo, lo sublime, encausando sus aficiones en los estudios teológicos y filosóficos, que cual sólidos conocimientos soportan todo lo que en su vida conoció, el hombre sabio y culto, el hombre enciclopedia, sensible hasta transformarse en artista plástico, plasmando su sentir en bellos y perfectos lienzos los que están marcados fuertemente por sus pensamientos poéticos, su única forma de ser durante toda su vida.
Su sólida formación humanista y la rectitud de hombre honesto, se ven recompensadas al integrar una numerosa familia con la señora María de Jesús Ríos Osornio, con la que procrea diez hijos, y siendo dentro del magisterio en la escala de calificaciones el más alto rango -el diez-, siempre se le dijo que como padre se había sacado un diez, y sobraban razones para concedérselo, siempre fue un amoroso padre y apoyo firme para todos sus hijos.
¡Para entenderse con alguien completamente, hay que ser iguales! Esto lo refiere su hijo Alonso Cabrera, quien posee cuatro licenciaturas, -psicología, derecho, antropología y filosofía- y ocho posgrados, incluidos dos doctorados, para poder ser igual en capacidad al raciocinio de su padre, ¡para poder ser iguales como seres pensantes! Y lograr la identificación plena; hablar de igual a igual dentro del respeto que permite el conocimiento, sin olvidar que se trata de padre e hijo, pero ahora iguales en conocimientos. Situación muy especial.
¿Papá cuántos libros de poemas tienes? Le preguntó Alonso una noche, ¡son varios hijo! Respondió su padre, levantando la vista para observar con ternura al hijo que le preguntaba y le decía. ¡Papá, yo voy a escribir un libro! Dijo el joven Alonso a su padre el poeta con determinación, sonriente don Pablo le sugirió ¡mira, mejor duerme y no te desveles!
Determinado a cumplir su promesa, Alonso se encerró en su cuarto y comenzó a versificar, escribiendo lo que sentía y pensaba, uno tras otro surgieron los versos producto de su pensar juvenil, en ellos se plasmaban reclamos a la vida y al creador, o también conflictos existenciales al cuestionar la inutilidad de la existencia y la ausencia de Dios, pasando casi el día entero escribiendo, y ya para nuevamente obscurecer, salió de su habitación Alonso con su cuaderno con más de cien versos y lo mostró a su padre, el que con detenimiento lo revisó y sin comentario alguno se los devolvió.
Como hijo perceptivo, no perdió ningún detalle, mirando a su padre con detenimiento cuando lentamente pasaba las hojas, hasta terminar la lectura de sus versos producto de todo un día, y al recibirlos nuevamente, se retiró unos pasos, sin decir nada, los roció de gasolina y les prendió fuego ¿qué estás haciendo Alonso? Le dijo don Pablo ¡los estoy quemando para que me de coraje conmigo mismo y los otros que haga, hacerlos mejor! Su padre guardó silencio y unos instantes después le dijo, “si puedes vivir sin escribir, no escribas, y si para vivir tienes que escribir, entonces sí escribe”.
La identidad plena entre padre e hijo, llegó a ser tan grande que lograron ser iguales, se hablaban de tú a tú, y compartieron conocimientos, gustos y aficiones, ¡incluso hasta pensamientos! sabiendo cuando uno de ellos tenía problemas, y así sucedió una noche en que la angustia que suele apresar con frecuencia al poeta por su sensibilidad, inconforme con lo que lo rodea, Alonso salió de la amplia casona de estilo francés, la casa paterna en la calle de Colón número cuatro, frente a la Alameda Hidalgo, y sin hacer ruido, se refugió en la obscuridad del arbolado espacio, donde recargado en un gran tronco comenzó a llorar.
Sollozando Alonso agobiado de problemas acentuados por la sensibilidad poética, y tal vez pensando en un final que terminara todo, sintió en lo obscuro y frío de la noche, una mano que lo tomaba del hombro y escuchó la voz de su padre, que amoroso le decía; “el árbol va a vivir más que tú, pero de una forma diferente, tú vivirás todavía mucho tiempo y vivirás muchas cosas buenas”. Alonso entendió la profundidad de la frase, ya hablaban el mismo lenguaje y en el pensamiento no había diferencia de edades, entre iguales no existen jerarquías.
Su gran interés por los desposeídos siempre se hizo aparente, sobre todo con los indígenas Otomíes a los que acostumbraba alojar en el amplio jardín de su casa, en la calle de Colón, lugar en donde acudían al caer la tarde para pasar ahí la noche, tejiendo y elaborando sus artesanías o cocinando en sus anafres de carbón para alimentar a la prole, en ese lugar debido a que su estancia se prolongó por meses ante la complacencia de don Pablo el humanista, que decía “mientras haya un ser infeliz yo no puedo ser feliz”.
Amigo de notables hombres de su época, como don Enrique Martínez y Martínez, don José Huerta Romo “el charro” José Vázquez Méndez “el bate”, el doctor Rafael Ayala Echávarri reconocido historiador, con ellos convivió y emparentó al hacerlos compadres, como al doctor Ayala Echávarri padrino de Alonso Cabrera y a todos ellos distinguidos y cultos ciudadanos que como don Pablo, aportaron su trabajo, y lo mejor de sus vidas en beneficio de Querétaro.
Su amplia residencia en la calle Colón número cuatro, tenía su historia muy particular, en sus amplias habitaciones adornadas con molduras de yeso y falsos plafones, se alojó un burdel regenteado por una dama conocida como doña Enriqueta, funcionando este sitio a fines de la primera década del siglo pasado alcanzando “cierto prestigio” entre los caballeros de la época y viviendo su mejor momento cuando en el año de 1916 se encontraba en esta ciudad don Venustiano Carranza, de quien las malas lenguas decían, ¡que visitaba el lugar con frecuencia!
Esta “histórica” casona, alejada del centro de la ciudad, cuando vivió su esplendor a principios del siglo pasado, al estar fuera del primer cuadro que terminaba en la avenida Juárez, hoy conocida como Zaragoza, y por la desolada y obscura Alameda en la que se refugiaba “el marihuano” (uno). Don Pablo junto con su hermano Salvador, sacerdote y canónigo, director del Seminario, instalan una editorial a la que bautizan como “Editorial Cimatario” y en la que se conocía que se encontraba la misma imprenta con la que se elaboró la Constitución de 1917, recia maquinaria que durante muchos años trabajó lo mismo imprimiendo libros que el famoso heraldo de navidad, el que don Pablo dirigió durante 35 años, publicando en él sus poemas y seleccionando las fotos de las damitas de sociedad que engalanaban sus páginas.
Como filósofo, no solo agotó los clásicos, a los que conoció a profundidad, enriqueciendo diferentes teorías filosóficas, siempre con marcado humanismo y adoptando esta disciplina para regir su vida.