Don Pedro Olvera, en su juventud fue soldado y le tocó vivir cuando la Revolución Mexicana se encontraba en la etapa de los caudillos, época de reacomodo de fuerzas y de serios conflictos entre los revolucionarios en su afán de conservar sus canonjías y el poder. Eran tiempos de violencia y de mucha desconfianza, sobre todo en lo referente al reparto de los botines obtenidos en el conflicto bélico.
La tropa a la que Don Pedro pertenecía regresaba del estado de Guanajuato con rumbo a al capital país, y al llegar a Querétaro, por los antagonismos existentes con quienes controlaban la plaza, acamparon por el rumbo de Miranda, en donde se daban las condiciones apropiadas para los caballos en lo referente a pastos para su alimentación y agua suficiente. Además, por su ubicación se convertía en un punto estratégico para estar alerta y evitar una desagradable y tal vez fatal sorpresa.
Varios días permanecieron en dicho lugar. La tropa, casi a la intemperie. Los oficiales ocupando algunas improvisadas tiendas de campaña y los de mayor rango en casas particulares cercanas pero desconocidas para el común de la tropa, como es frecuente que estas condiciones se presenten ya que la tropa no tiene que enterarse: sólo le corresponde obedecer, y en esos días el no acatar órdenes resultaba sumamente peligroso. Podría hasta costarle la vida al soldado, muchas veces a capricho del general.
Entre la cansada tropa asentada en Miranda existía gran descontento por la falta de pago. Ni lo del “rancho” les habían cubierto y con la grave situación económica que el país padecía, muchas de sus familias no tenían ni para comer. Por eso la inconformidad se tornaba crítica y hasta peligrosa, alentada por la desesperación de la gente. Ante esto, el General se comunicó con sus superiores para que, con carácter de urgente, le enviaran dinero para el pago de la tropa. Pero los días pasaban, sin ninguna contestación. Desde luego, no enviaban con qué realizar el pago.
La irritación crecía. Ya los soldados con dificultad acataban órdenes, y los oficiales, no queriéndose exponer a un levantamiento, trataban a toda costa de evitar que se agudizara el conflicto. Pero en medio de todo esto existía una actitud extraña con respecto a un grupo de oficiales y soldados, los que, con el pretexto de cuidar el parque, mantenían una guardia permanente en un determinado lugar, el cual estaba vedado para la tropa. Sólo ese pequeño grupo de oficiales y un pelotón armado cuidaban las cajas de parque, unas alforjas y las cosas del General, de las que un compadre del mismo, con grado de teniente, no se despegaba ni un momento.
La costumbre había logrado que fuera natural que ese grupo de soldados nunca participara en combate, con el pretexto de ser los que transportaban el “parque y las propiedades del General”. Así, no se apartaban de la recua de mulas de carga, las que siempre estaban listas para partir, fuertes por tener trato preferencial en cuanto a la pastura y, en las noches, hasta las cubrían con sarapes. Muchos distingos para los animales, pero nadie notaba nada. No existía malicia entre los soldados.
Un soldado raso, el que, en un principio, recién se dieron los acontecimientos, “tenía muchos nombres”, tantos como tantos eran los que platicaban la historia y, así, de tantos nombres –y hasta apodos–, el paso del tiempo se llevó todos. Borró hasta su nombre real, y lo dejó sólo como anónimo soldado. Pero este hombre, al estar marcado por su destino, por accidente se dio cuenta de que gran parte de la carga que se transportaba tanto en las cajas que antes contenían parque, así como en las alforjas, estaban repletas de monedas, obtenidas por el General. El cómo, no se conocía. Sólo se suponía. Pero era real, palpable y de mucho peso; muchos pesos en oro y plata formaban un gran tesoro.
Este soldado –al que llamaremos Juan, por la generalización que el pueblo hacía para toda la tropa–, en cuanto supo del dinero trató de buscar ayuda para robarlo mediante un plan que consistía en poner fuera de combate a la guardia de tan valioso botín. Y al ser el teniente el responsable, ideó que el día que por costumbre sólo quedaba el oficial a cargo del pelotón, se tenía que lograr emborracharlo y después sería fácil, dado que el mal ejemplo cundiría para embriagar a los demás. El pulque sería fácil de conseguir: se encontraba muy cercano.
Aquí es donde Don Pedro Olvera, entonces muy joven y atrabancado, fue invitado por el soldado Juan para que junto con otros dos le auxiliaran en la maniobra “táctica”, y fingiendo que tomaban mantenerse sobrios para robarse las mulas y el tesoro. Sólo esperarían la noche; el pulque ya lo tenían estratégicamente oculto para que no se asoleara, y solapados por la tranquilidad confiaban en lograr la confianza del teniente para lograr su propósito.
No pasaron muchas horas. Los soldados y el teniente roncaban bien “empulcados”, inermes; el robo de las mulas fue fácil para el soldado Juan, tan fácil como cargarlas y también para deshacerse de sus cómplices, entre ellos Juan Olvera. Nadie se imaginaba que este ilustre soldado dominaba el manejo de ciertas hierbas, tan efectivas que, agregadas al pulque, aumentaban su poder embriagador, y como no lo sabían, ya a punto de partir los cuatro con la valiosa carga, Juan les dijo: “qué tal si nos tomamos un pulquito para el camino, ya que éste será largo”. Y fue tan largo que despertaron con tremenda cruda hasta el día siguiente, junto con todos los de la guardia que se encontraban en las mismas condiciones.
Al descubrirse muy temprano lo acontecido, la falta de las mulas y la carga fue lo primero que se notó. La tropa ensilló sus caballos y salieron con rumbos diferentes para tratar de localizar al soldado desertor, a Juan el ladrón, pero no lo encontraron; ni sus luces. Nunca apareció, “se lo tragó la tierra”. Pero la realidad nadie la sospechaba. El desertor se encontraba escondido a pocos metros del campamento, en unas cuevas: tres para ser exactos, que se encuentran a ras del suelo y a las que se conoce como “las minas de Miranda”.
Al retirarse la tropa del lugar pocos días después un desconocido acudió durante varios domingos llevando las mulas para su venta. Nadie sospechó nada. Este humilde campesino que vendía los animales fue visto por unos lugareños saliendo de una de las cuevas, pero a nadie le causó extrañeza, ni tuvieron la curiosidad de investigar, y así como llegó desapareció.
Don Pedro Olvera regresó después de mucho tiempo al poblado de Miranda, y relacionando los acontecimientos pudo recordar que Juan el desertor, el mismo que los emborrachó para quedarse con todo el dinero, algo le comentó de ir en línea recta de Miranda a Saldarriaga, preguntándole si en determinado lugar había pirámides de indios, ya que en una de las salidas de las tropas en dirección a Saldarriaga se había encontrado unas cuevas y una gran roca con grabados muy bien hechos. Sin temor a equivocarse, el soldado desertor había escondido su botín en esas cuevas.
A sus 100 años, Don Pedro Olvera. Logró localizar las tres cuevas, casi colmadas de basura. Ahora un camino pasa muy cerca y los postes de electricidad están prácticamente sobre ellas. Relataba que tal vez las cuevas pudieran prestarse a confusión, pero no así algo que da total certeza de que este es el sitio correcto: una gran piedra de aproximadamente diez toneladas de peso, grabada con caracoles, al igual que la otra que con las mismas características y a varios kilómetros se encuentra en la cueva utilizada por la “gavilla de los Plateados”.
Don Pedro, a pesar de su edad, gozaba de plena lucidez. Recordaba perfectamente cómo los traicionó Juan, el soldado desertor, el que se robó el tesoro del General y lo escondió en las minas de Miranda.