El antiguo pueblo de Corral Blanco se caracterizaba, entre otras cosas, por el carácter indómito de sus habitantes y por la gran cantidad de dinero que por el rumbo circulaba, producto de la ganadería principalmente, sin desmerecer lo que por la agricultura se obtenía gracias a sus ricas y fértiles tierras. Pero también –y hay que decirlo–, por algunas actividades no tan lícitas que con el tiempo y por compromiso de sus propios habitantes, tratando de borrar el pasado hasta el nombre le cambiaron al lugar, poniéndole el del insigne mexicano Ezequiel Montes.
Los antiguos “corralblanquences”, o simplemente “de Corral Blanco”, como consecuencia de la inseguridad que por esas laderas reinaba siempre se encontraban preparados para evitar sorpresas, dado que por este lugar pasaban soldados, gavillas de bandoleros, desertores y prófugos del gobierno, que no siempre se acercaban con buenas intenciones. Pero los lugareños tenían diferentes formas de defensa: con las armas, con las cuales ganaron fama de ser “muy duchos”, o con su ingenio para despistar a los que pretendían robarlos.
Don Justino Hernández, rico dueño de una hacienda en el camino a Tequisquiapan –denominada “Las Trojes” –, tenía todo para hacerse notar: poseía mucho dinero, fuerte carácter y por su porte se imponía como hombre “bragado”. Además, poseía un gran ingenio, de tal forma que como ahora se dice, “utilizando la psicología”, manipulaba a su antojo a los que pretendían sorprenderlo.
Era un tiempo en que la frecuente incursión de “rebeldes”, denominación que abarcaba a todos los que estaban fuera de la Ley como resultado de los agitados tiempos de la Revolución, obligaba a evitarlos a toda costa. Para el efecto, Don Justino había construido un escondite en un cuarto de su propiedad, tan bien disimulado que ni sus trabajadores se dieron cuenta de su localización, ya que como hombre previsor trajo personas de otras partes, muy alejadas entonces: del estado de Guanajuato.
En este “sótano” ocultaba sus cosas de valor, y mucho, mucho dinero, en barriles de los que se utilizaban para traer las sardinas de Portugal: pequeños tonelitos de madera y arillos metálicos. El diminutivo de los que hasta la fecha se conocen, pero que no por pequeños dejaban de ser capaces de guardar gran cantidad de monedas, las que, en kilos, se traducían en una gran cantidad.
Este lugar oculto también fue pensado para esconder a miembros de su familia, principalmente las mujeres, para ponerlas fuera de la vista de los intrusos evitando raptos o que su honor fuese mancillado con alguna violación.
Sin embargo, los ladrones no eran ningunos tontos. Muy por el contrario, había hombres muy astutos a los que resultaba muy difícil engañar, Don Justino ideó un sistema que lo hacía parecer ingenuo, pero el que le dio resultados en varias ocasiones, cuando los rebeldes llegaban de improviso pidiendo comida y dinero, la mayoría de las veces con amenazas y gran agresividad. Pero al irrumpir éstos en la hacienda para saquearla y habiéndola revisado toda, se encontraban que en el cuarto del dueño había unos costalitos de cuero o de manta colgando de las vigas, aparentando un improvisado escondite de última hora, con el que, en acto desesperado, “se trataba de evitar su robo”.
Este ingenuo ardid daba resultado y los hacía “caer”. Los rebeldes tenían que ingeniárselas para bajarlos. Generalmente les costaba trabajo al no encontrar la escalera, la que se había ocultado muy lejos. Pero cuando caía el primer costalito y las monedas rodaban por el piso, la codicia se satisfacía y se retiraban con el producto del hurto, comidos y con dinero. Y ya cuando estaban lejos, Don Justino decía: “esto sólo me costó 300 pesos”, siempre en monedas de plata, y agregaba: “me salió barato”.
Con esta rudimentaria maniobra lo importante era que las mujeres y sus barriles se mantenían fuera del alcance de los rebeldes, quienes difícilmente regresarían, y al día siguiente, o lo más pronto que se pudiese, se colgarían otros costalitos en el mismo clavo, en el mismo lugar. Se trataba de su garantía, y nuevamente, si acaso regresaban los ladrones, les volvería a decir, con cara de angustia: “no se lo lleven, esto es todo lo que tengo”.
Aunque Don Justino siempre había salido bien librado, sus familiares relatan que ante la creciente inseguridad y los permanente sobresaltos, sintiéndose desprotegidos por lo lejano de “Las Trojes” decidieron trasladarse a la población de Corral Blanco llevándose todo su dinero, para lo cual fue necesario –y en esto coinciden sus descendientes–, que, en siete mulas, durante cinco días, trasladaran las monedas, “sólo dejando dos barriles para los gastos de la hacienda”.
Don Justino Hernández se quedó al cuidado de lo referente a la propiedad y sólo se trasladaba a visitar a su familia dos veces por semana: a la mitad de ésta y los domingos. Pero su suerte, la que muchas veces lo sacó adelante, se terminó. Un día llegaron otros bandoleros, y no conformes con lo que contendían los costalitos colgados de las vigas, se empeñaron en que les dijera en dónde se encontraba lo demás y, al negarse, sin miramientos lo colgaron en un mezquite hasta quitarle la vida, y después se fueron dejándolo tirado en el suelo, aun con la reata de lazar en el cuello. El patriarca había muerto.
Curadas las heridas con el transcurrir de los años, los familiares, la mayoría que sólo conocieron a Don Justino por fotografías y por la reseña que de esto les hicieron, decidieron localizar los dos barriles sardineros llenos de monedas de oro y plata, ocultos en las ruinas de la antigua hacienda de “Las Trojes”, y auxiliados por profesionales y con la moderna tecnología a través de un transmisor de frecuencia de largo alcance “TX.RX.600”, sofisticado instrumento, se logró localizar los dos barriles con monedas de oro y plata… hace muy poco tiempo.