Desde la conquista, los pobladores originales de los territorios de la llamada Nueva España han sido sistemáticamente segregados. Primero se discutía si podían bautizarse, pues algunos clérigos estaban convencidos de que los mal llamados indios no tenían alma, por su estado salvaje que los asemejaba con los animales.
El asunto llegó hasta el Vaticano, y después de un concilio, el Papa ordenó bautizarlos de uno en uno como a cualquier nuevo cristiano, y no de manera grupal, como se venía haciendo en Yucatán, por medio de hisopo, rociando las aguas bautismales en grupo. Sin embargo, aun siendo iguales por el bautismo, no lo eran por sus costumbres ni por su origen, que les daba una apariencia distinta a la de peninsulares y criollos. Sus hábitos en cuanto al aseo (de cuya práctica existe constancia histórica) y la indumentaria los distinguían de los europeos, y la existencia de parásitos como los piojos servía de pretexto para separarlos. Se construyeron para ellos sitios especiales de adoración, que sin disimulo se conocían como “capillas de indios”.
Algunas de estas capillas estaban próximas a los templos “grandes” pero no de los del centro de la ciudad. En la Cruz se hallaba El Calvarito; por Santa Rosa de Viterbo, la del Espíritu Santo, y siguiendo en la periferia, la de San Antoñito, la Trinidad, San Gregorio, San Sebastián y Santa Ana. En otros templos no se les permitía pasar del atrio, so pretexto de que estaban “acostumbrados a los espacios abiertos”.
En la región de la Sierra Gorda se establecieron “misiones”, que no hay que confundir con la construcción física de los templos. Las misiones eran espacios donde los nativos prácticamente estaban cautivos, con el objetivo explícito de adoctrinarlos en la religión y organizarlos para el trabajo, pero en la práctica controlándolos para mantenerlos tranquilos; al retener a sus familias, se aseguraban de que regresarían. La alternativa era la “reducción”, eufemismo que encubría la realidad del exterminio de los indios rebeldes, no susceptibles de manejo por oponerse al bautizo y, por medio de él, a convertirse en indios dóciles o domesticados. De una manera u otra, el trato era discriminatorio.
Don José de Escandón y Helguera ganó el título de Conde de Sierra Gorda reduciendo indígenas rebeldes, principalmente de las etnias pame y jonas; tuvo su gran momento al lograr la pacificación de los indios salvajes, quienes atacaban con frecuencia las fincas de los peninsulares que se habían repartido las tierras de los nativos. Escandón remata su actuación en la mítica batalla del Cerro de la Media Luna, en donde, al verse perdidos los últimos rebeldes, prefirieron morir arrojándose al vacío junto con sus familias, antes que ser hechos prisioneros por los conquistadores.
Está documentado lo acontecido en Los Amoles, que después sería Pinal de Amoles; en la crónica se relata la traición que los sacerdotes, de acuerdo con Escandón y Helguera, hicieron a los indios al convocarlos a una festividad religiosa sin sus armas, donde fueron capturados.
El documento señala que después de su captura “fueron amarrados del pescuezo y traídos a la ciudad; los hombres fueron vendidos en los obrajes; sus mujeres en las casas de los ricos para que sirvieran en ellas, y los niños distribuidos en los conventos de monjas y de sacerdotes”.
En un cuadro histórico, cuyo original se hallaba en la escalera del anexo de la parroquia de Santiago —ahora conocido como como “Patio Barroco”— y hoy se encuentra en el interior del templo, junto a la sacristía, se aprecia a don Diego Barrientos y su esposa, la Sra. Lomelín, con su pequeño esclavo negro, del que se afirma estaba sujeto por una cadena y un collar al cuello. Un estudio especializado dejaría en claro el pintor borró la cadena para sujetar al pequeño esclavo, como se afirma, o si es una leyenda. Lo que no es una leyenda es que en la ciudad existían esclavos negros cuando su comercio estaba autorizado por el rey. Uno de esos esclavos, acaso entre los últimos de los que se conoció su origen, era descendiente de los primeros negros que llegaron a Querétaro, y trabajaba en el primer elevador mecánico que hubo en la ciudad, instalado en la Casona del Portal de los Panaderos, en la esquina de Corregidora e Independencia. En la década de 1950 aún podían apreciarse partes del mecanismo del elevador.
En el tandeo del agua en Querétaro, los españoles —fueran peninsulares o criollos— tenían preferencia sobre los indios, y aunque en apariencia las penas por el mal uso del agua eran mayores para los primeros, la realidad era distinta, porque a los indios se les quitaban sus sementeras como castigo, mientras que los infractores españoles debían —según disposición real— ser enviados a las islas Filipinas a trabajos forzados para Su Majestad el Rey. Desde luego, ese castigo jamás se dio en Querétaro.
Los encargados de impartir justicia en diversas etapas de nuestra historia fueron descaradamente parciales en favor de los ricos, pues con su ayuda éstos salían siempre bien librados; con los de origen indígena ya “españolizados” como don Diego de Tapia fueron tolerantes, y a él le dieron por cárcel la ciudad cuando se le acusó de malos manejos contra los indios en su actuar como gobernador.
Fue muy conocido el caso de don Fabrique Cáceres, que originó el conflicto del “faldón”. Puede afirmarse que la justicia fue favorable para el alcalde indígena porque era cercano a la familia Tapia, y porque el propio ofendido impartía justicia. Así, a don Fabrique se le desterró a la otra banda, y su exilio dio pie a que su casa —con su mirador— formara parte de una de nuestras bellas leyendas.
Las ricas monjas de Santa Clara tenían indígenas como sirvientas, además de esclavos, heredados por don Diego de Tapia a su hija, sor Luisa del Espíritu Santo. Esos esclavos trabajaban sus tierras en Jurica, que era parte de la herencia, y en la congregación nueva —por los rumbos de Álamos—, que también heredó. Doña Josefa Vergara liberó a sus esclavas en 1809, antes incluso de que don Miguel Hidalgo aboliera la esclavitud. Para lo anterior se daba por sentado que existía justificación, porque cuanto se decidía sobre los indios o los esclavos era siempre “por su bien”. No se les consideraba autosuficientes y debía protegérseles como a menores de edad.
El resultado era la explotación de su trabajo en labores agrícolas y mineras, y principalmente en la construcción de templos y casas para los ricos, incluidos muchos clérigos. La discriminación contra los indígenas llegó a grados extremos, especialmente si consideramos que tras la conquista cambiaron su forma tradicional de vivir y vestir, que escasamente cubría lo íntimo, y adoptaron el calzón de manta junto con la rústica camisa de la misma tela como indumentaria. Conservando la costumbre del taparrabo, usaron lo que se conoció como “patío”, improvisado por un trozo de manta rectangular.

Por Jaime Zuñiga Burgos

Queretano por nacimiento, Jaime Zúñiga Burgos cuenta con una muy amplia trayectoria en actividades políticas, sociales y culturales. Su formación de médico cirujano y licenciado en derecho, así como sus estudios de maestro en administración pública lo enfocan al humanismo. Lo mismo ha recuperado valiosas piezas arqueológicas que ha rescatado, importante documentos para la historia de México como el testamento original de Doña Josefa Vergara y Hernández, el decreto del presidente Benito Juárez para el cambio del sistema de medidas en la Republica, las mercedes de aguas del pueblo de Querétaro entre otros. Además de la ubicación de los restos del Marqués Juan Antonio de Urrutia y Arana en la iglesia de San Hipólito en la capital de la Republica. Preocupado por la pérdida de documentos de Querétaro junto con otros distinguidos académicos, fundó Preserva Patrimonio A.C. organismo creado para el rescate de nuestro patrimonio histórico. Actual Cronista del estado de Querétaro

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