La novia de la Calle de Guadalupe
Vivía hermosa dama, hija de conocida familia, en la Calle de la Bajada de Guadalupe, hoy Pasteur Norte, después de la iglesia de la Congregación, entre las calles de 16 de Septiembre y Ángela Peralta; en esa casa, donde años después se instaló un colegio de monjas, al caer la noche, y de manera bien planeada, esta joven mujer —la mayor de tres hermanas— tenía gran habilidad para ingeniarse y ver a dos novios a diferente hora, sin que ninguno de ellos la descubriera durante mucho tiempo.
Se cuenta que los encuentros amorosos se prolongaban, mes tras mes, y ella no se decidía por uno de los dos para formalizar la relación. Es posible también que la costumbre y el tiempo hubieran propiciado cierta arrogancia, al verse alimentado el amor propio con tener cautivos a los dos galanes. Como fuera, la joven comentó el hecho en forma indiscreta con una amiga.
Para su mala suerte, su amiga, señorita de sólida formación moral para algunos, y para otros menos ingenuos más bien presa de la envidia (y sobre todo que uno de ellos le gustaba), dejó escapar la confidencia, de forma tal que el rumor creció y llegó a oídos ¡de los dos novios!
En el Querétaro de formación tan religiosa esto no podía suceder, era inconcebible que una señorita de buena familia mostrara una conducta tan ligera. Uno de los novios, tras despedirse con candoroso beso entre los férreos barrotes de la ventana, que como celosos guardianes de la virginidad se antojaban infranqueables, simuló retirarse y esperó oculto, embozado en las sombras de la noche. Con paciencia franciscana, observó con curiosidad el encuentro con quien llegó después que él, que entre pláticas, risas y algunos besos se prolongó por casi una hora.
Cuando el segundo joven se retiraba, el primero decidió abordarlo, dándose cuenta de que era de su familia: se trataba de su primo. Una vez que hablaron entre sí, el orgullo herido los impulsó solidariamente a dar un escarmiento a esta mala mujer.
Los primos platicaron varios días sobre el asunto, mientras los encuentros continuaban con aparente normalidad. Las citas siguieron, sin la menor sospecha de la joven.
Pero el plan estaba hecho. Para escarmentar a la novia sinvergüenza, y aparentando desconocimiento, el más fuerte de los dos, el que acudía en segundo término, le pidió un beso, y luego otro, sugiriéndole que por su gran amor separaría los barrotes para permitir un mayor acercamiento Así lo hizo, y cuando la joven sacó confiada la cabeza, ¡los cerró de forma tal que ya no pudo sacarla! Ella quedó estupefacta. Sus principios le impedían gritar y pedir auxilio: se pondría en evidencia.
A la mañana siguiente —con los primeros rayos del sol—, el movimiento humano se inició; las mujeres se encaminaban a misa de seis a la iglesia, y en la subida de Guadalupe, calle que las conducía a la Congregación, encontraron —para bochorno de la delincuente— a una joven llorosa que gemía entre los barrotes con el arrepentimiento reflejado en el rostro, sumado al frío de la mañana.
Durante muchos años pudieron apreciarse los barrotes doblados por la fuerza aplicada para rescatarla de su vergüenza, hasta que un herrero trató de restaurarlos y borrar la maniobra con que se castigó a la casquivana, y aunque el artesano trabajó lo mejor que pudo, hasta la fecha todavía puede uno —si se lo propone— notar las huellas que desde hace más de cien años quedaron como testigos mudos en esa ventana.
La Calle del Descanso
Se inició en forma gradual. Pasaban de las Casas Reales o de la Casa del Santo Oficio, en ocasiones al amanecer, y en otras en las primeras horas de la noche. Pasaban lentamente, tal vez como un gesto de humanidad, e incluso les permitían permanecer de pie al suspender momentáneamente la marcha, y en ocasiones los dejaban sentarse.
Los condenados a muerte, después de tres cuadras si de las Casas Reales salían, o cinco, si de la Casa del Santo Oficio, pero descansaban. A la vuelta de la esquina se encontraba la horca —frente a la pila de los ahorcados, fin de su breve recorrido. Los vecinos, pocos, muy pocos, no se atrevían siquiera a ver, por considerarlo de mal agüero, pero esta última calle recibió el nombre popular de la “Calle del Descanso”, hoy Pasteur Sur.
Fueron pocas las ejecuciones, pero de gran impacto. Primero se colgó a herejes blasfemos, y años después a homicidas y rateros irredentos; todos ellos tuvieron su fin a las orillas de la ciudad, frente al bosque de la actual Alameda. Ahí se alzaba el cadalso, lugar maldito por los espíritus que quedaron sin cuerpo, sin saber a dónde ir, sin tener quién los reclamara. Se dice que ni el demonio vino por algunos de ellos, de tan malos.
Estos espíritus recorrían las angostas calles, y en las noches pocos vecinos se aventuraban a salir, ni siquiera a descolgar las lámparas o farolas que en los ganchos de la parte superior de las ventanas, y en número de dos, se destinaban para tal propósito, dejando que las luces se extinguieran solas hasta donde el petróleo durase. Era preferible esto que exponerse a un encuentro con el alma perdida de un ejecutado: las lámparas estaban seguras; nadie trataría de robarlas en la calle las almas en pena.
Cuentan con horror que en la penumbra de sus habitaciones escuchaban extraños sonidos, llantos, pasos, rezos y ruidos de ruedas metálicas de carruajes, cadenas o gritos de arrepentimiento, que se perdían entre el inconfundible ruido del pataleo en la tarima de la horca, como estertor final.