Conocida durante muchos años como la “bajada del tanque del agua”, la hoy muy transitada avenida Zaragoza, con su camellón y vías bien asfaltadas, iluminada por modernas farolas, dista mucho de la polvorienta vereda regada por aguas negras que corrían libremente, serpenteando hacia la bajada natural, que las hacía escurrir caprichosamente hasta ser absorbidas por el rústico suelo o evaporarse con el intenso sol.
Por las noches, valiente debía ser quien se atreviera a caminar por el rumbo; sólo quienes por ahí habitaban tenían el arrojo o la necesidad de cruzar la zona después de las siete u ocho de la noche, con excepción de algunas noches de octubre, cuando la luna llena dejaba ver las fachadas irregulares de las pobres moradas colindantes con el barrio de San Francisquito. En el centro de este nocturno paisaje se hacía presente la gran construcción del tanque del agua, que imponente sobresalía de cuanto lo rodeaba, dejando su lado poniente en total oscuridad.
Como vía libre de comunicación, se mantenía sin vigilancia alguna la mayor parte del año, y por ahí pasaban las cargas de leña, los burros con pulque, uno que otro vehículo que ponía a prueba la suspensión y los transportes de carga que, aprovechando la pendiente, zigzagueaban evitando la traza natural de los arroyos, aunque luego forzaran su motor al tratar de retornar a lo más alto de Querétaro: el cerro del Sangremal.
La modernidad se hacía presente en la capital del estado, y los gobernantes se esforzaban por hacer rendir sus escasos recursos. Tenían, eso sí, una gran ventaja: dadas las características de la población, cualquier obra que ejecutaran se vería por fuerza, porque estuviera donde estuviera —aun fuera de la ciudad—, todos teníamos que pasar por ahí.
Siendo la Alameda el mayor espacio arbolado y una de las pocas opciones de diversión para los paisanos, sábados y domingos acudían a ella gran número de familias a pasar un “día de campo” al aire libre, y así visitar el monumento al Padre de la Patria, ¡en el mero centro de la Alameda!, o subir a jugar al quiosco si el vigilante, conocido comúnmente como el “alamedero”, no se daba cuenta, o bien madrugar para ocupar uno de los “cenadores”, pequeñas construcciones techadas con hoja de palma, para comer tranquilamente sentados en bancas de cemento; éstas simulaban rústicos troncos que, a semejanza de los reales, rompían los pantalones con cualquier movimiento brusco.
El gobierno municipal, encabezado en ese entonces por don Juventino Castro Sánchez, hombre sensible para las causas del pueblo, al provenir de él, desarrolló una gran actividad de ordenamiento vial, reglamentación del tránsito vehicular (él era transportista); mejoró vialidades en diferentes rumbos citadinos y sintió la necesidad de comunicar Los Arcos con el centro de la ciudad, dando salida natural a las poblaciones de Hércules, La Cañada, Saldarriaga y otras del municipio de El Marqués. Urgente era el arreglo de la avenida Zaragoza, y dar ese nombre a la antigua “bajada del tanque del agua”. Los trabajos se iniciaron con varias cuadrillas de trabajadores.
Brigadas de albañiles, armados con pico y pala, apoyados por la escasa maquinaria con que contaba el gobierno, comenzaron a trazar la calle, derribando construcciones cuyos propietarios, tratando de ganar terreno, se aventuraron a invadir la vía. Pronto se cavaron zanjas para introducir el drenaje en la dura piedra del cerro, y con múltiples viajes de escombro y tepetate, poco a poco fueron nivelando el terreno. Así pasaron meses, y la obra progresaba a paso lento. El cambio podía ya apreciarse, y acudían muchos curiosos, quienes pasaban los minutos sumidos en la terapéutica tranquilidad de quien, con la mente en blanco, ve trabajar a un albañil, rascando con elegancia la tierra por tantos siglos imperturbada y con curiosidad adivinar, entre guijarros, raíces y la negra tierra, los misterios que guardaba, y de acuerdo con la profesión de cada cual, dar paso a filosóficas interpretaciones existenciales.
Un día de ésos, como cualquier otro, los trabajos continuaban en la nueva avenida Zaragoza. Unos albañiles tendían tubos de drenaje, otros revolvían la mezcla o cargaban material en botes alcoholeros, aligerando la carga del trabajo con comentarios chuscos, como suelen hacerlo estos trabajadores, haciendo blanco del escarnio al “más pendejo”, como ellos dicen. Serían alrededor de las once de la mañana, y algunos habían recibido la encomienda de encender los trozos de madera y calentar los alimentos. Se encontraban en esta faena, soplando con magistral primitivismo el pequeño fuego que en pocos minutos se extendía a la improvisada estufa de piedra bola y el comal de tapa de tambo de doscientos litros.
Todo normal e igual que muchos días; ellos, fieles a la rutina de los modernos alarifes, se disponían al rito sagrado y tradicional de tomar sus también sagrados alimentos. Era una hora en la que, ocurra lo que ocurra, no variará en lo mínimo este ritual. En eso estaban cuando la exclamación de un peón, enmarcada en un “¡carajo!” de asombro logró romper la imperturbable atmósfera. Al dirigir la mirada a donde se dijo, y sobre todo cómo se dijo aquel “carajo”, en fracciones de segundo vieron al que así se expresó caer de rodillas, no para dar gracias sino para, con frenéticos movimientos, rascar la tierra y comenzar a llenar las bolsas de su pantalón y, dirigiendo nerviosas miradas a los lados, emprender una veloz carrera con rumbo desconocido.
Ante esta inesperada y por lo mismo única oportunidad, no hubo necesidad de explicaciones, ¡éstas salían sobrando! Todos los que se encontraban cerca —diez o doce albañiles— realizaron más o menos los mismos movimientos, y con diferentes estilos se apoderaron de lo que pudieron y por diferentes rumbos, algunos caminando como si nada, otros corriendo despavoridos, se perdieron en pocos segundos del sitio del hallazgo. ¡¡¡Habían encontrado un tesoro!!!
Ante esto, los encargados de la obra, con no pocos esfuerzos, lograron imponer su autoridad, con toda seguridad ante la bien analizada disyuntiva: si procedían igual que los que se llenaron las bolsas, a ellos los localizarían fácilmente, por resultar conocidos; pero si preservaban el tesoro, algo podía tocarles como reconocimiento a su honradez. Estaban equivocados. Mandaron un “propio” para que avisara a las autoridades municipales, quienes se encontraban a poco más de tres cuadras de distancia, en la Plaza de Armas, e ignoraban lo que acontecía en esos momentos en la obra de la avenida Zaragoza.
Más rápido que la codicia arribaron las autoridades municipales, acompañadas por varios policías, cuyo número aumentó en minutos. Algunos llevaban sus armas de cargo, sus fusiles Mauser tipo mosquetón, que resultaban más pesados que efectivos, y rápidamente se formó un cordón en torno al sitio donde se encontraban monedas, algunos lingotes de oro y los poco conocidos “tejos”; quienes los observaron los describían como monedas aplastadas y chuecas. Eran testigos de uno de los entierros más valiosos encontrados en Querétaro. Por el sitio en que se localizaba, ¡casi a media calle!, cuando ya la memoria no guardaba vestigio alguno de construcción previa, tenía que ser muy, pero muy antiguo.
Las consejas populares, que en ocasiones de buena fe tergiversan los hechos reales, al no ubicarlos con precisión, en pocos minutos afirmaban que este tesoro correspondía a un personaje conocido como El Chaflán, quien nunca aparentó el gran capital, en oro y joyas, que poseía. Sin lugar a equivocación se trataba de los “millones de El Chaflán”, afirmaban mientras observaban cómo, bajo la protección de la fuerza pública, las autoridades municipales transportaron y pusieron “bajo custodia” el entierro, para “protegerlo” y posteriormente realizar, con el producto de su venta, obra pública en beneficio del pueblo de Querétaro, ya que el tesoro pertenecía al pueblo, y a él sería reintegrado aplicándolo en infraestructura para el bien común. Al día siguiente, el periódico Amanecer publicaba una nota “Encontraron los millones del Chaflán”.
Comentario final: ¡Qué ingenuos fuimos! ¡Qué ingenuos somos!