Aquí la historia de dos grandes hombres, quienes mostraron gran amor por el estado y sirvieron de la mejor forma posible a sus ciudadanos.
Benito Santos Zenea fue un personaje muy querido y respetado entre los queretanos de los años posteriores al sitio de la ciudad. Era culto, y pudo prepararse en París por su excelente posición social y económica. Hijo de un famoso general veracruzano, Benito siguió también la carrera de las armas en las filas del Ejército Republicano, y bajo las órdenes del general Julio María Cervantes obtuvo el grado de coronel y participó en la toma de la ciudad de Querétaro; en el gobierno del general Cervantes se desempeñó como vicegobernador, y ante la ausencia del gobernador Cervantes, ocupó el cargo del 21 de
marzo al 21 de abril de 1868.
El 17 de abril de 1873 fue electo gobernador interino, y en mayo se le nombró gobernador constitucional. Encontró un gobierno quebrado y sin recursos, adeudando los sueldos a los empleados por varios meses. En un intento de obtener fondos, trató de imponer dos impuestos: uno a la producción de mantas, y otro al algodón que entraba al estado. Ello suscitó serios conflictos con don Cayetano Rubio, empresario textilero y propietario de la fábrica El Hércules. Pero a pesar de las grandes dificultades económicas, logró
hacer mejoras en la Plaza de Armas, iniciando también la construcción de un nuevo Palacio de Gobierno frente a la Catedral, que en ese tiempo se encontraba en el templo inconcluso de San Francisco, vendido a un español de nombre Cipriano Bueno, quien ahí construyó lo que hoy conocemos como el “Gran Hotel”.
Sin duda, la obra más significativa en su gobierno, que lo identificó con el pueblo, fue la construcción de un jardín, ocupando parte del camposanto de San Francisco y la plaza conocida como “del Recreo”; juntos formaron lo que se conocería como Jardín Zenea (después de la revolución, Jardín Álvaro Obregón por algunos años). El propio gobernador sembró los fresnos, de los cuales perduró hasta la década de 1970
un grueso y añoso tronco de muy escasas ramas, frente al lado sur de la fuente de la diosa Hebe.
Fin trágico tuvo don Benito Santos Zenea cuando a sus escasos 35 años y preparándose para trasladarse al Teatro Iturbide, hoy “Teatro de la República” la noche del 15 de septiembre de 1875, murió intempestivamente por un ataque al corazón. El hecho enlutó al pueblo de Querétaro, que con sinceridad lloró a su querido gobernante. Este hecho se prestó para que, en la novelada vida de la bandolera conocida como “La Carambada” se atribuyese a ella el haberle dado muerte, “disfrazándose de una bella mujer francesa”; ello, sin embargo, habría sido imposible por la fealdad reconocida de la mujer, descrita como muy fea, prieta, con la cara cortada y chaparra.
La conseja surgió de la imaginación de dos personajes queretanos muy conocidos: el poeta Pablo Cabrera y su hermano, el canónigo Salvador Cabrera, propietarios de la Editorial Cimatario. Ante los problemas económicos que enfrentaba la empresa, idearon novelar la leyenda, combinándola con datos históricos veraces; hombres de amplia cultura, se adelantaron a lo que hoy es práctica común. Como se suponía que la novela era resultado de la confesión de una moribunda, el canónigo dispensó el secreto al que está obligado aduciendo que la confesión fue pública, por haber más pacientes en el hospital. Y para aún disimular mejor su identidad, publicaron la narración bajo el seudónimo de Joel Verdeja Sousa y fecharon la edición en Tepic, Nayarit, en 1940.
El otro gobernador —interino— fallecido durante su mandato fue don Timoteo Fernández de Jáuregui, rico terrateniente de noble sangre, emparentado con el marqués don Juan Antonio de Urrutia y Arana, benefactor de Querétaro. Ampliamente conocido y respetado por participar en diferentes encargos públicos en el gobierno, siempre de manera irreprochable y respaldado por su gran prestigio como persona honrada, se distinguía además por su ingenio y originalidad. Se dice que intentó ejecutar proezas que en ese tiempo eran inauditas, como echarse a volar con unas alas hechas de petate; en alguna ocasión amenazó con arrojarse de la construcción que él mismo mandó edificar en el “Cerrito Pelón”, hoy conocido como la “Pirámide del Pueblito”, o lanzarse del amplio balcón superior que ocupaba todo lo largo de su casa de Plaza de Armas y volar sobre ella, como las aves que por las tardes se posaban en los edificios del lugar.
Ansioso de lucir la nobleza de su linaje, haciendo caso omiso de la ley de 1826 que prohibía —tras el fallido imperio de Iturbide— la utilización de títulos y escudos nobiliarios en el frente de las casas, don Timoteo mandó poner sobre la cantera sus iniciales, “TFJ”, que aún se conservan en lo alto de su casa sobre la calle de Luis Pasteur. El pueblo, con característica picardía, no tardó en dar al monograma otra interpretación: “TFJ: te falta juicio”, decían socarronamente (hoy pueden verse en lo que fue la Legislatura, sobre la calle de Pasteur, y también en la casa vecina de 5 de Mayo, en el marco de la puerta).
Gobernaba Querétaro el general Rafael Olvera, “cacique de la sierra y dueño de las dos terceras partes del estado”, a quien sus intereses en la Sierra Gorda lo hacían alejarse de su cargo con frecuencia, en ocasiones por varios meses. En 1884, los integrantes del Congreso local acordaron nombrar diputado a don Timoteo Fernández de Jáuregui para cubrir la casi segura ausencia del gobernador, y no se equivocaron, porque en su primer año de Gobierno, el general Olvera se ausentó dos veces para ir a la Sierra Gorda y a la capital; la primera ocasión fue del 4 al 22 de marzo de 1884, y la segunda el 23 de mayo, cuando el gobernador partió a la Ciudad de México. Lo suplió quien había sido electo para ello, don Timoteo Fernández de Jáuregui, quien ya no vería el regreso del General Olvera, porque murió días después de asumir el cargo de gobernador, el 5 de junio del mismo año.
Contrario a lo que algunos creen, el general José María Arteaga no murió siendo gobernador (lo fue hasta el 2 de febrero de 1863), porque fue fusilado en Uruapan el 21 de octubre de 1865, por órdenes del coronel Ramón Méndez, cuando gobernaba Querétaro el imperialista Manuel Gutiérrez.