De los árboles emblemáticos de nuestra ciudad se puede escribir mucho, por lo que en su tiempo de vida significaron; como los de nuestra Alameda, que fueron plantados en el año de 1790 por el Corregidor don José Ignacio Ruiz Calado, así también los fresnos que el propio gobernador don Benito Santos Zenea plantó en el jardín que lleva su nombre. Tiempo después, otros dos conjuntos de árboles de la variedad “laurel de la India” se sumaron a la ornamentación urbana; los del jardín Guerrero y los de la Plaza de Armas y a principios del pasado siglo, al igual que los anteriores; en plena era porfiriana, los de los alcanfores, de la especie de los eucaliptos, que, para la utilización de su madera en la elaboración de durmientes, se plantaron en las cercanías de la estación del ferrocarril. Todos los anteriores conformaron conjuntos de árboles que por su número formaban “manchones” verdes en la ciudad.
Otros más crecieron solitarios, o escasamente acompañados de otras especies, en plazas y jardines, pero no por eso dejaron de ser especiales; como las cuatro araucarias que por su altura resultaban únicas; dos en la avenida Universidad y Corregidora, una en la Plaza de Armas y la otra en el Jardín de la Corregidora, a la que se le conoció como “árbol de la amistad” y que por colgarle infinidad de focos navideños, estuvo a punto de secarse. No olvidemos los laureles de la India que como “lunares verdes”, estuvieron tres en la avenida Colón, talados en los años 60’s, el de Corregidora y Universidad de triste fin, al igual que el del Convento de Capuchinas, ya seco también, quedando otros en el rio, en las cercanías del Puente de la Revolución. Pero si de antigüedad arbórea hablamos, el árbol más añoso por estos rumbos no lo es el sabino de Calesa, al que lo conocimos niño, al igual que nosotros lo éramos, ese no es el más antiguo, ni tiene los años que se le atribuyen. Sin lugar a ninguna duda, el árbol más antiguo y que la historia registra con diferentes testimonios, lo es “el árbol de las cruces” que se encuentra en el Convento de la Santa Cruz,– ¡y ese sí ya era muy añoso cuando lo conocimos!– Su tronco nudoso y torcido, de corteza rasposa, con sus afiladas espinas formando una cruz, resultaba desde entonces de mucho atractivo, para los escasos visitantes que acudían a ese lugar, con el único fin de conocer “el árbol del milagro” del que todos, de propia mano, trozaban varias cruces como recuerdo; lo que ocurrió por muchos años y que al aumentar las visitas, de tanto cortar sus ramas, estuvo a punto de perderse.
El origen de este gran arbusto de la variedad de las “acacias”, está envuelto en las leyendas; porque son dos a las que se les supone que le dieron vida. La más conocida es la del báculo de Fray Antonio Margil de Jesús, que al clavarlo su dueño en el patio del colegio de Propaganda Fide del Convento de la Cruz, y cuando se disponía, unos días después a tomarlo para emprender otro de sus largos viajes a Guatemala, –¡el bastón había retoñado!– por lo que ahí lo dejó, y tiempo después en 1729 cuando murió el fraile, las cruces se hacían ya presentes. De esta leyenda se desprende una “sub-leyenda” muy parecida, la que se presentó en San Juan del Rio; en el “Beaterio”, en donde el mismo fraile clavó su báculo de vara de limón, y días después retoñó, “dando limones que curaban de todo mal”.
La otra leyenda sobre el origen del árbol milagroso de las cruces, resulta algo macabra, porque se dice; que un santo misionero franciscano; Fray Pablo de Rebodilla, muy conocido por estas tierras, salió del Colegio de Propaganda Fide a evangelizar con rumbo al sur, llegando a Guatemala y Costa Rica, y que en una región de indígenas feroces y rebeldes que se resistían a la evangelización y que perseguían a los misioneros, Fray Pablo tomándolo como un reto misional, se dirigió a lo más recóndito de la Sierra Guatemalteca y estando un día celebrando la santa misa, con un escaso grupo de indígenas dóciles, llegaron hasta ese lugar otros que sin importarles nada, tomaron la vida del sacerdote, atravesándolo con sus flechas, mientras él sin inmutarse no interrumpía el santo oficio y uno de los indígenas de un machetazo le cortó la cabeza, –“la que rodando por el piso los continuaba viendo y seguía cantando las alabanzas”–. Ante esto, los mismos indígenas retiraron el cuerpo del misionero para darle sepultura, olvidando la cabeza por el temor de lo que acababan de presenciar.
Unos años después, ya se había logrado la aceptación de la nueva fe, y dos nuevos sacerdotes misioneros que conocían el triste fin de su hermano mártir, decidieron exhumar sus restos, los que estaban bien localizados, no así su cabeza, la que decidieron ir a buscar en el lugar de su muerte. Tras varios días de búsqueda y de no encontrarla, localizaron un árbol de espinas en forma de cruz, lo que atribuyeron como un milagro que les señalaba el sitio en donde se encontraba la cabeza perdida de Fray Pablo.
Ese árbol “encontrado en Guatemala” y su leyenda, fueron trasladados a mediados del siglo XVIII al convento de la Santa cruz, cargado de un simbolismo, como recuerdo al hermano Pablo que regresaba después de muchos años al lugar de donde había salido, ahora trasformado en “un árbol milagroso”, el que con el tiempo y según lo refiere el padre “Chuchito” Guzmán, “atrae más visitantes que el interés histórico de los hechos que a través de los años ahí se han dado”. Y este árbol que estuvo a punto de perderse, ha logrado sobrevivir gracias al apoyo de profesionistas especializados en la agroforestería, incrementando su masa arbórea y el número de especímenes, algunos de los cuales han sido trasplantados en otros sitios; como el que existió en el Convento de las Capuchinas, o el de la Misión de Tilaco, o el que se encuentra en el cuartel de los Bomberos en Zaragoza, otro más el del “Cortijo de don Juan Peñaloza” en la privada Orange, y en una casa abandonada de avenida Zaragoza Oriente número 123.En la Gaceta de México, a principios del Siglo pasado, se publicó lo que resultaría el origen más cierto de este árbol de las cruces de espinas, y sería; que fue traído de las cercanías de la ciudad de Saltillo por el padre Salvador Angulo en el año de 1782, y estando a punto de secarse el primero, fue por otro que es el que logró aclimatarse y el que se conserva en la actualidad– ¡con 240 años de existencia. El árbol más longevo del estado es, el gran sabino de Concá con más de 2 mil años de existencia.