En el antiguo barrio de La Cruz y en el año de 1889, nace Don Jesús Lara López, quien, a muy corta edad, -a los seis años-, sufre el duro golpe de perder a sus padres quedándole como familia sus hermanos Luz, Miguel y José, quienes niños tuvieron que ingeniárselas para salir adelante, y como resultado de este esfuerzo, todos formaron un férreo carácter el que los caracterizó durante su existencia.
El pequeño Jesús solo estudió los primeros años de la primaria y a los catorce años se dio de alta en el ejército, que en esos días se encontraba acuartelado en el histórico convento de La Cruz y de inmediato entró en combate en la revolución, llegando después de unos meses hasta Piedras Negras, en donde agobiado por la lucha fratricida en que el país se encontraba enfrascado, decide desertar.
Solo y en Piedras Negras, comienza su retorno a Querétaro, sin dinero y sin poder alimentarse, la única opción que le quedó fue enfilar a su tierra caminando de población en población, y en muy pocas ocasiones pudiendo desempeñar algún trabajo eventual que le diera un poco de dinero para comer, al poco tiempo se le sumaron otros desertores en el camino, los que se convirtieron en sus compañeros de aventura, pero siempre con el temor de ser reconocidos y juzgados por su deserción.
La suerte le favorece y se suma como obrero de la compañía Pierce, filial a la Petrolera “El Águila”, en donde en corto tiempo y gracias a su facilidad para desempeñar trabajos de mecánico, obtiene un sueldo de cincuenta pesos por hora, paga que muy contados pudieron ganar en ese tiempo por la situación de guerra que se vivía. Su trabajo es reconocido por sus jefes extranjeros y es nombrado encargado de los talleres. En esos días siendo muy joven, trata de iniciar su vida y se junta con una pareja de la que nace un hijo, que si a la fecha vive tendría ya más de ochenta años.
Por motivos de trabajo se traslada al Estado de México y se establece en Arroyo Zarco, en un aserradero en donde continúa desempeñándose como maestro mecánico de mantenimiento durante los siguientes tres años, hasta ser nombrado gerente de la compañía, puesto que se ganó con esfuerzo e ingenio, ya que logró construir una turbina movida por el río, así como una máquina de vapor para modernizar el aserradero y aumentar su producción.
Por causas que nunca se conocieron, los dueños del aserradero desaparecieron y no se cubrieron los sueldos del personal, el que en ese tiempo se dedicaban a la producción de durmientes para ferrocarriles. Don Jesús con su férreo carácter y su capacidad de liderazgo, se da a la tarea de organizar el cobro de los durmientes y la venta de parte de la maquinaria, de esta forma logra pagar a los obreros y el por su parte “se cobra” con algo de la maquinaria, quedándose con un torno y otras herramientas con las que inicia su propio negocio.
Con la estabilidad lograda a través de su propio taller, se casa con la que sería su esposa de toda la vida doña María Becerril Sánchez, con la que procreó catorce hijos: Carmen, Loreto, Rosalba, María, Jesús, Federico, Lorenzo, Lupita Primera, María Cristina otra Lupita que también muere, Jorge, Ana Lidia, Alejandro y César.
La falta de electricidad en su nuevo taller no lo intimida, ya tenía experiencia y construye otra turbina movida por el agua del río de la presa para así generar electricidad, Sus ingresos resultaban muy buenos para aquella época, y alentado por el recuerdo de su infancia de carencias económicas y la imposibilidad de realizar sus estudios, se “empecina” hasta lograr poner una escuela, aún en contra de quienes se oponían en forma caciquil al sentirse desplazados y que incluso lo amenazaron de muerte. La escuela se abrió por el esfuerzo y determinación de don Jesús, y en su memoria la calle en donde funciona el plantel lleva su nombre como agradecimiento a su labor.
Los resentimientos de quienes se sintieron agredidos por la instalación de la escuela, llegaron a ser peligrosos y don Jesús así lo sintió y decide trasladarse a su tierra, Querétaro, dejando unos meses a su esposa con sus tres hijos hasta lograr establecerse y tener trabajos, lo que rápidamente consigue gracias a sus conocimientos y a la formalidad para la entrega de los mismos. Renta la casa de Allende No. 49 Norte, lugar en el que trabajó toda su vida y de la que fue comprando cuarto por cuarto, “a la pura palabra” a los dueños a quienes les fue abonando poco a poco, hasta pagar el precio pactado.
En este tiempo invitó a sus hermanos a colaborar en el taller, y así el torno y la forja los atendió don Jesús, José los trabajos de herrería, y Miguel reparaba armas y componía máquinas de escribir y de coser, durando esta sociedad solo pocos años en los que después de algunos problemas “internos” se separan, ya que a José le gustaba mucho disfrutar de las artes, el teatro y la música le robaban tiempo a su trabajo, y los clientes no querían pretextos, solo pretendían sus trabajos terminados a tiempo.
El otro hermano, Miguel Lara, tenía grandes aptitudes para el trabajo fino y detallado de arreglar armas, así como las primitivas máquinas de escribir “a teclazos” o las complicadas máquinas “Singer” de coser, y fue durante décadas el más calificado en estas artes, estableciendo su taller en las calles de Pasteur Sur, entre Morelos y 15 de mayo en donde estuvo por muchos años.
Los golpes de la vida le dieron temple al señor Lara, carácter muy fuerte y verbo maledicente que fueron su carta de presentación en el trabajo, ya para entonces acompañado de sus hijos mayores a quienes enseñó todos los conocimientos adquiridos, y entre los ruidos de martillazos forjando el fierro, el rechinar de las flechas de fierro cuando el “buril” desgasta el acero, su sonora voz se escuchaba por sobre el estruendo metálico del taller, pero al término del día cuando se convertía en el padre de tan numerosa familia, cuando ya no tenía que corregirles a los hijos la forma de trabajar, o cuando los clientes exigentes y legos en la mecánica ya no le hacían exasperar con preguntas “idiotas”, don Jesús Lara se tornaba ya relajado, en un cariñoso padre.
Fueron varios y muy conocidos personajes los que supieron de su fuerte temperamento, otros padecieron muy pesadas bromas y también hombres de la talla de don Bernardo Quintana Arioja, supieron valorar su trabajo y hasta visitarlo en su taller, cuando el despegue industrial de Querétaro se encontraba apenas en sus inicios. Fue el Ingeniero Bernardo Quintana el que le encargó importantes trabajos “muy bien pagados”, cuando se construyeron los grandes galerones de las naves industriales por los rumbos de la colonia Álamos, lugar en donde milagrosamente el señor Lara salvó la vida en un accidente, en el que todos los que trabajaban en ese momento junto a él, fallecieron.
El señor Montoya gerente de la distribuidora de tractores de avenida Constituyentes, acudió para apresurar un trabajo y al señor Lara no le agradó la forma en que lo hizo, y para esto, dirigiéndose a él, le dijo, “en vez de estar fregando señor Montoya, ayúdeme y páseme ese fierro que está en la forja” casi una orden, como si se tratase de uno de sus trabajadores los que sabían cómo hacerlo, pero este no fue el caso y el aludido lo tomó con una mano, el fierro se veía de un inofensivo gris metálico pero en el centro estaba al rojo vivo. Lo demás ahora se recuerda con una cicatriz.
Otro que probó su temperamento fue el empresario Pepe Roiz, dueño del Gran Hotel, que acudió con una pieza para reparar una bomba de agua de su rancho, y quien necio decía que todavía podía arreglarse, ante la rotunda negativa del señor Lara, el que harto de la discusión y para ser objetivo en lo referente al estado real de la pieza metálica, sin decir más que “para esto sirve su chingadera”y se la arrojó a la calle.
Como integrante del México bronco y revolucionario, don Jesús también tenía su historia. En una cantina de Arroyo Zarco, en un altercado, lo hieren con un “tranchete”, entre dos personas, y al darlo por muerto, lo tiran en un basurero, durando por varias horas inconsciente, hasta que lo encuentran unos “pepenadores”, siendo trasladado al hospital en donde le salvan la vida. Tres meses después, los que lo hirieron pagaron con su vida en el mismo lugar.
Entre la gente “bronca” nunca se sabe lo que puede ocurrir, lo lógico sería que resultase al menos un difunto, como se suponía aquel día en que el General Eulogio Ortiz, exjefe de zona militar en Nuevo León, acompañado de algunos soldados, pasó a recoger una polea para una bomba de agua al taller de don Jesús, “quiero que me la vaya a poner al rancho, le pago lo que sea” le dijo el General, y ya una vez en el rancho, instalada la polea, pusieron a funcionar la bomba, don Jesús le dijo al General “¡quítese de ahí porque la banda se puede romper!”. Malhumorado le replica el General “no se rompe, es nueva” en el preciso instante de que salía volando por los aires con tremendo golpe en la espalda.
Poniéndose de pie el General Ortiz, empolvado y lanzando improperios, sacó la pistola frente al señor Lara, ante lo que todos los presentes se quedaron fríos, y dándole la pistola 45 al señor Lara le dijo ¡tenga, deme un pinche balazo por pendejo, por no hacerle caso!
Practicante de la cacería con mucha pasión, conoció todo el Norte de la República, año con año salía en la temporada de caza a Tamaulipas o Coahuila, San Luis Potosí o muy cercano a la ciudad de Querétaro en el Municipio del Marqués, o en el mismo Cimatario, lugar en donde había venados, incluso hasta en el Cerro de las Campanas, ya que la cacería fue su pasión y la disfrutó a plenitud con su familia.
Un día diferente a los demás, en los que solo clientes demandando trabajos de torno, soldadura o herrería, acudían a su taller, llegaron a buscarlo dos sacerdotes, uno de ellos era el padre Anacleto Torres, el otro, el padre Calderón, ambos de la iglesia de San Francisco, se trataba de una consulta según le dijeron, ya que la campana mayor del templo, fundida en el año de 1722, con el paso del tiempo y por el golpe del pesado badajo en forma reiterada, se había cuarteado, amenazando con ser el daño mayor y romperse, por lo que le solicitaban su opinión como persona experta en fundición.
Don Jesús, quien cabe decirlo, no era muy apegado al clero, acudió porque que se trataba de dos clientes que solicitaban un trabajo y se presentó a la cita para realizar la inspección y sugerir una solución. Subiendo a la torre, lo primero que observó, fue la irregularidad “de la reventada” que tenía la gran campana de ocho toneladas de peso; se tendría que regularizar con marro y cincel para poder soldarla ¡pero esto se tendría que hacer en el propio campanario! y en el piso el que estaba en pésimas condiciones. Se tendría que cambiar el piso por uno colado de cemento y muy reforzado, esto era lo primero que se tenía que hacer.
Pocos días después, el piso había sido sustituido por uno muy sólido, ahora se tendría que bajar la pesada campana cortando las antiguas cuerdas, casi eternas, elaboradas con “viril de toro” trenzado y para soportarla se consiguieron unos gatos de veintidós toneladas, prestados por Ferrocarriles Nacionales, y así con varios días de maniobras, se “descolgó” la campana comenzando de inmediato a “labrar” la cuarteadura para regularizarla y poder soldarla de forma que quedara bien y recobrara su sonora voz.
Después de arduo trabajo de labrado con cincel y martillo, y ya casi para terminar esta maniobra, se presentó de improviso una persona desconocida, la que, subiendo a la torre, por varios minutos observó detenidamente el trabajo de Don Jesús y de sus ayudantes, quienes sudaban para sacar con cada golpe pequeñas rebabas del metal. La voz del personaje se levantó para ser escuchada ante el ruido y preguntó ¿cómo la va a soldar? Malhumorado don Jesús, sin dejar de trabajar y sin siquiera voltear a ver a quien le preguntaba, le contesta ¡mire cabrón, la calentaré con leña y luego la soldaré con cagada! Y prosiguió ¡y lárguese antes de que lo “madrie” o se caiga y se “madrie” usted solito!
Se trataba nada más ni nada menos, que del recién llegado Obispo Don Alfonso Toríz Cobián, el que sin decir nada solo se retiró del lugar, unos minutos después llegó un monaguillo hasta la torre y con una botella empezó a rociar de agua bendita al señor Lara, quien todavía sin saber a quién se había dirigido, le arrebató la botella de agua al monaguillo se la tomó diciéndole ¡ve a decirle a quien te mandó que ya estoy bendito por fuera y por dentro! Cumplida su misión a medias, el emisario portador el agua bendita al retirarse con rumbo a la escalera lo sentenció ¡lo van a excomulgar!
Mientras continuaban los trabajos en la Torre de San Francisco, los sacerdotes a solicitud de Don Jesús Lara, se dedicaron a separar los “veintes” de cobre, las monedas de estaño y níquel que la gente daba de limosna, juntándolas en cubetas para utilizarlas como material para la elaboración de la soldadura con la que repararían la campana mayor y parte fundamental resultaba el conocer las proporciones de los metales con los que se había fundido la campana en el año de 1722, tiempo en el que se utilizaba bronce, cobre, estaño, zinc pero también oro para darle sonoridad.
Don Jesús Lara tratando de hacer un buen trabajo, y de manera muy profesional, dada la trascendencia y la gran dificultad que significaba la reparación de la campana en la propia torre, solicitó el apoyo del señor Pascual Muñoz, experto en la materia para pedirle realizara un “análisis“ y de esta manera cuantificar las proporciones de los metales. Pero ante la carencia de equipo en la entidad a finales de los años cincuenta del pasado siglo en que esto acontecía, Don Pascual Muñoz le sugirió que practicara un simple procedimiento, aplicando calor con el soplete hasta fundir un pedazo de campana, el oro se separaría formando una pequeña esfera y esto, comparado con el sobrante, le daría la proporción del fino metal, el más caro, el oro.
Utilizando las rebabas que sobraban al ir “labrando” la campana para regularizar los bordes de la grieta, Don Jesús les aplicó el soplete de acetileno hasta fundirlas, separándose una parte del metal formando una esfera de oro la que resultó ser un octavo del volumen del metal al que se le aplicó la prueba y si la campana pesa ocho toneladas esto, quiere decir que una tonelada es de oro, ¡mil kilos de oro contienen la campana mayor de San Francisco!
Después de conseguir el oro con donadores espontáneos y con las cubetas de las monedas que se habían juntado, se fundió todo para fabricar la soldadura, lo que resultaba la parte más fácil de la operación, ¡ahora! se tendría que conseguir mucho carbón vegetal, para cubrir por completo la inmensa campana de ocho mil kilos con él, y prenderle fuego para calentarla durante varios días y prepararla de esta manera para la soldadura, ya que sólo caliente, muy caliente, casi al rojo vivo, se podría “incorporar” la soldadura mediante los sopletes de acetileno y lograr la correcta adherencia del metal. Y todo esto en lo alto de la torre,
Tres días con sus noches se subió carbón a la torre por un malacate, para arrojarle paladas al ya prendido carbón y cual forja natural por la altura de la torre, el viento avivaba el carbón iluminando el interior de la construcción, la que por las noches presentó un espectáculo singular al salir las chispas del carbón impulsadas por el viento y viajando unos metros, se apagaban lentamente.
Cuando por fin se logró tener la temperatura correcta para iniciar la soldadura, don Jesús Lara se esmeró en su realización aplicando todos sus conocimientos y su experiencia y con mayor dificultad a la que le hubiese representado fundir una campana nueva; después de muchas horas, pero el mismo día, terminó su trabajo y con satisfacción no se le escapó la ironía diciendo “ahí está terminada, la garantizo por tres años por si se vuelve a rajar”. La campana está en perfectas condiciones después de más de cincuenta y cinco años de su reparación.
Terminado el trabajo, dos días tardó en enfriarse sola y la campana se reintegró a su sitio soportándola con un riel y se recurrió a la modernidad para colgarla, ya que los viriles de toro originales se cambiaron por “estrobos” cables de acero muy resistentes, sujetados por abrazaderas metálicas conocidas en el medio como “perros” y una gruesa cadena.
Llegado el momento de “los dineros” se le preguntó lo que él había dicho sería hasta el final del trabajo ¿Cuánto sería el costo por realizarlo? A lo que el señor Lara, a su peculiar estilo, el que parecía agresivo contestó ¡ni un quinto partido por la mitad! Por esta actitud en beneficio del Templo de San Francisco, y la que no sería su única acción que realizaría, ya que posteriormente fabricó unas “alcancías obreras” para las limosnas del gremio de trabajadores y con lo recaudado en estas, cambiar el comulgatorio del Templo por uno de mármol. El obispo lo perdonó de lo acontecido en la torre cuando lo ofendió.
Todo esto en beneficio del Templo el que lleva el nombre de quien decía que su fundador San Francisco “fue un prócer, que se merece seguir su ejemplo”, también porque con el tiempo las asperezas con el Obispo se fueron limando e incluso este le entregó un documento que le dijo que era “su pase al cielo” firmado por el mismo prelado.
Pero no podemos omitir otro hecho, el que por su proximidad como vecino a tan solo unos metros de distancia de donde se encontraba la residencia de un conocido y renombrado personaje, homónimo del más señalado de los corregidores de Querétaro; se trataba del señor Miguel Domínguez quien vivía en la esquina de la calle de Allende y la calle de Morelos y quien por sus prácticas esotéricas era reconocido como “El Espiritón”, el que invitó a Don Jesús a sus cesiones espiritistas en una casa de las calles de16 de septiembre, frente a la casa de cuna, advirtiéndole que esto era como muestra de confianza y de amistad.
Don Jesús Lara acudió a estos ritos, en algunas ocasiones acompañado de sus hijos y uno de ellos refiere lo que en una sesión dominical la que se dio a las doce del día y previo a santiguarse con agua bendita contenida en una charola a la entrada del local, uno de los invitados cortésmente los recibió con estas palabras dirigiéndose a Don Jesús: “Bienvenido venerable anciano” a lo que Don Jesús sumamente molesto clavándole la mirada le contestó: “vieja su chingada madre” y dando vuelta se retiró para no regresar nunca más al lugar.
Don Jesús junto con los conocidos hombres de negocios Don Roberto Ruiz Obregón, el señor Luis Escobar, Don Pepe Roiz y Don Antonio García Jimeno propietario de la ex hacienda de La Capilla fundaron el Asilo de Ancianos, a lo que Don Jesús bromeaba diciendo; “que era una medida de precaución ante lo inevitable de ser algún día viejos” y así maledicente pero auténtico, continuó su vida hasta el último día de su existencia, sin esperar nada a cambio, solo queriendo ser como siempre había sido; un queretano que se esforzó por ser un hombre trabajador y honesto, con un amplio concepto de la caridad, lo que por desgracia se ha ido perdiendo en nuestros tiempos.
Personajes del Centenario en Querétaro. Catálogo Mundial de Escritores.