Rodeados de un alto contenido de magia y misterio, los tesoros invariablemente forman un binomio con los fantasmas, seres aparecidos provenientes del más allá que contribuyen de forma definitoria en la localización de muchos de ellos, al ser estos seres etéreos quienes revelan a los mortales afortunados el sitio exacto en donde se encuentran las joyas y monedas que cambiarán la vida al ser predestinado por su suerte y seleccionado por los difuntos para la entrega de lo que por su avaricia resulta en un único vínculo entre este mundo y el gozar plenamente de la gloria celestial.
La creencia popular en ocasiones transgrede la mesura y se convierte en la más sublime y bella de las fantasías que dan origen a las leyendas, a las muchas veces poco creíble realidad de quienes a través del tiempo, por azares del destino, se vieron agraciados al ser quienes desenterraron lo oculto y lograron disfrutarlo, y que en una muy humana reflexión atribuyen a un milagro concedido por el santo de su devoción, o, en su defecto, por un alma que les indicó el camino a la riqueza.
Consejas y leyendas han corrido siempre a través de la tradición oral. Esto es parte del fenómeno social que se presenta ante el conocimiento de algo trascendente y que motiva la participación humana en un acto de reafirmación, de presencia, al sentirse que, afirmando el hecho, será la persona tan importante como el que lo vivió directamente. Este proceder tan natural del hombre es la principal causa en estos casos concretos en que al encontrar alguien un tesoro, muchos afirmen haber visto “con sus propios ojos” el preciso momento e incluso haber ayudado a desenterrarlo, pero resulta innegable que este proceder enriquece y acrecienta la leyenda, la tradición.
Siempre han existido quienes polarizan la posición respecto a los entierros y sus agregados. Unos la defienden y otros son sus detractores, pero lo que tiene validez es sólo la realidad, y ésta es que muchos han resultado afortunados y su patrimonio se acrecentó al encontrar, casi todos ellos de una forma casual, lo que otros decidieron guardar y que por muy diferentes motivos no lograron rescatar, o bien emigraron, o se les olvidó con el paso de los años o, como es el caso de Querétaro, lo enterraron ante un conflicto como el Sitio impuesto a la ciudad y a final de cuentas no lo pudieron recuperar.
Todos los tesoros encontrados tienen su propia historia, y en la mayoría de ellos resulta imposible, al no tener acceso a las monedas encontradas, por la propia circunstancia que los rodea, la que no permite su clasificación y ubicación en el tiempo aproximado en que fueron enterrados u ocultados de tan diferentes maneras, de acuerdo al ingenio de quien lo realizó, y localizarlos en tan diferentes sitios, por increíbles que parezcan. Pero algunos, por sus resultados al ocasionar cambios notorios en la forma de vida de las personas de manera tan evidente, pasan a ser claros ejemplos de que el amor y el dinero no se pueden ocultar, como a continuación lo relataremos.
Por motivos de subsistencia y dada su pobreza, Don Manuel acostumbraba realizar cada tres meses un viaje a nuestra ciudad desde su lugar de origen en Pinal de Amoles, un poblado que no aparecía ni en los mapas oficiales del estado, pero que por distante se tardaba hasta cuatro días en recorrer los kilómetros que a lomo de burro le costaba transitar para vender los productos con los que acudía a Querétaro: leña, piñones, hierbas medicinales y, teniendo por necesidad que diversificarse según la época del año, traía guajolotes para las “Lupes” y para Navidad.
En ocasiones Don Manuel compraba frutas de su municipio como aguacates, duraznos, manzanas, tejocotes, o frutas de otras regiones, algunas poco conocidas: pitayas de gruesas espinas y rojo fruto, con pequeñas semillas negras. También tunas y nopales, pero por ser este su modo de vida, y dependiendo de la naturaleza, cuando ésta le negaba sus recursos pasaba penurias al grado de sólo consumir frijoles, tortilla y chile durante varios meses, hasta que nuevamente encontraba qué traer para su comercialización.
En una de estas crisis, al no poder vender nada durante algún largo tiempo, acudiendo con sus burros cargados de leña, pero sin dinero, no pudo tener acceso a donde acostumbraba llegar por el rumbo de la Cruz, en la casa de un conocido quien le cobraba por amarrar sus burros y guardar su mercancía, mientras la iba acomodando en los mercados, labor en la que se ocupaba en ocasiones más de una semana. Durante el camino recordó que un sacerdote, entonces joven al que conoció cuando fue encargado del templo en la cabecera de Pinal de Amoles, y de quien sabía que se encontraba como párroco en la iglesia de Santiago, camino que conocía muy bien ya que en una ocasión le había llevado a regalar unos aguacates de Bucareli, y al buscarlo en la iglesia, se pudo dar cuenta de que “en la casa de al lado” existía mucho espacio y unos portales y, como el padre era muy buena gente, le solicitaría el favor de que le permitiera guardar sus burros y su carga durante cuatro o cinco días, y apurándose a vender sus mercancías, seguramente no le causaría grandes molestias al padrecito.
Al arribar al barrio de la Cruz, recorrido que, entrando por los Arcos, le permitía llegar a un lugar amplio y público donde podía amarrar a sus animales y, dejándolos al cuidado de su mujer y de su hermano, él bajaría las pocas cuadras que mediaban para platicar con el padrecito en la parroquia de Santiago y, después de entregarle unas “frutitas”, solicitarle le diera hospedaje “en la casa de junto”. Así se lo manifestó estando ya frente al párroco, quien benevolente le sugirió “algo mejor”: ya que los burros, con el repique de las campanas, se asustarían y comenzarían a rebuznar, causando la distracción entre los devotos fieles que acudían a la santa misa, así que mejor le prestaba una casa que, estando bajo su resguardo, al encargársela la dueña –que se había cambiado de domicilio, ya que viuda y enferma, viviría con su hija.
Habiendo recibido las indicaciones de cómo desatrancar la puerta de la vieja casa que tenían a la vista en la siguiente cuadra, se retiró Don Manuel, pasando frente a ella y de la que se dio cuenta que se encontraba junto a una fuente, que tenía una puerta tan apolillada que permitía ver un amplio patio y, a su izquierda, las recámaras. No necesitaba más. Esta casa resultaba mejor de lo que había pensado y no le causaría molestias al padrecito. Dirigiéndose a la Cruz, regresó nuevamente ya acompañado de su mujer, de su hermano y de sus burros con la carga.
Instalados ya cuando empezaba a oscurecer, dejó los burros descargados en el patio. De la fuente tomó agua para las bestias y para matar el polvo levantado al barrer con unas ramas el cuarto y así poder apilar los huacales y extender los petates y dormir para reponerse del pesado viaje. Siendo gente de campo, que madrugaba, por costumbre también se dormían temprano.
Transcurrían las primeras horas de su arribo a la casa que les brindaba cobijo, y también las primeras horas de la noche cuando, al escuchar ruidos en el patio, los que de inmediato descartó fueran causados por sus burros, le comentó el cansado Manuel a su esposa: “oye vieja, me pareció oír voces, como que están hablando en la puerta. Asómate pa ver quién es”.
Obediente la esposa de Manuel, salió a ver de qué se trataba y regresando le comunica a su marido: “viejo, fíjate que es una señora que vive en los cuartos de adentro y tiene un difunto. Quiere que la ayude a repartir café y la acompañe a rezar unos rosarios”. La solidaridad ante estos casos en los pueblos, a la que ellos por su formación estaban acostumbrados, fue el motivo para que sin pretexto, la mujer, poniéndose un chal, siguiera a la que le solicitaba su auxilio ante tan penoso trance.
En el fondo de la casa, en penumbras, en un amplio salón, se encontraba un grupo de dolientes que rezaban en voz baja, casi murmurando, susurrando podría decirse, y, en el centro, sobre una mesa, se apreciaba una figura humana recostada y vestida de negro, a la que sólo la iluminaban los pabilos de las velas, sin llama, sólo con el fuego que en ellos quedaba, desprendiendo un humo que se extendía por la habitación pero el que les cubría parte de la cabeza a los que piadosamente rezaban.
Terminando los rezos, la mujer le pidió a la esposa de Manuel que la ayudara con unos jarros de café para repartirlos a los asistentes al velorio, pero éstos, con señas corteses y sin pronunciar palabra, rechazaban el ofrecimiento, repitiendo al término del siguiente rosario, y, así, hasta en tres ocasiones cuando, ya de madrugada, y casi a punto de clarear, la misteriosa mujer, con voz llorosa, pero sin dejarse ver el rostro le dice a su improvisada ayudante: “muchas gracias señora, no tengo con qué agradecerle. Nos ayudó a rezar los rosarios y a repartir el café. Debe estar cansada: ya váyase a descansar. Se lo merece, pero no deje de ir a la cocina, ahí le dejo algo para usted”.
Dándole la espalda, la mujer se une con los del velorio, y la esposa de Manuel, cansada pero satisfecha de haber cumplido con sus deberes católicos al haber auxiliado en tan penoso trance, se retiró a dormir un rato a su petate.
Al despertar Manuel, su esposa le comenta de la desgracia de la pobre gente que vivía en los cuartos del fondo, y le da detalles del velorio. “Había gente, pero nadie quiso café; sólo rezaban y rezaban rosarios al difunto, y las velas debieron de estar defectuosas o mojadas, ya que los pabilos apenas de veían prendidos y echaban mucho humo. ¡Ah! Y también creo que nos dejó algo de comer, pues me dijo que en la cocina nos dejaba algo”. “Pos vamos a ver de qué se trata, y si está frío hago una lumbre para calentarlo”.
Levantándose fueron juntos a buscar la cocina, la cual identificaron por el brasero, pero no se veía nada que les hubieran dejado para comer. No existía nada, sólo polvo y basura, y unas destartaladas puertas de una alacena que cerradas les hacían tener la última esperanza de que dentro estuviera lo que les habían dejado.
Con algo de enojo, el hambriento Manuel abre las puertas y nada. Sólo telarañas y unos pomos viejos y sucios. “Te engañaron vieja, no te dejaron nada”. Y la incrédula mujer, con ingenuidad se acerca para cerciorarse y le dice a su marido: “oye viejo, ¿qué es eso que está en ese agujerito?”. Y acercándose pueden ver un pedazo del enjarre a punto de caer, y al retirarlo, encuentran lo que les habían dejado. Oculto en la parte posterior de la alacena se encontraba guardado un tesoro en varias ollas atoleras y perfectamente disimuladas, llenas de mondas. Con esto, para qué querían comer si hasta el hambre se les fue.
Acontecido esto en los albores del Siglo XX y muy difundido ya que el sacerdote, al recibir con gratitud por parte de Manuel una buena cantidad del tesoro, se involucró de tal forma en el hecho, como parte del milagro, el que Dios había concedido a dos humildes campesinos creyentes, quienes por sus principios católicos, acudieron a dar apoyo en momentos difíciles a una familia, y se habían visto premiados con un tesoro gracias a su buena obra.
El mismo Manuel, con la sencillez que nunca perdió, relataba años después el acontecimiento que cambiaría su vida, y afirmaba que cuando quisieron, con temor de estar frente a un dinero ajeno, buscar a la misteriosa dama, no la encontraron por ningún lado de la casa, y en el sitio del velorio de la noche anterior no existía absolutamente nada: ni difunto ni dolientes, ni velas, nada, absolutamente nada, sólo el olor a humo.
Integrados a la vida de Querétaro, Don Manuel y su esposa siempre se caracterizaron por ser piadosos y devotos asistentes a los oficios religiosos. Fueron muy conocidos y prósperos comerciantes. Formaron a sus hijos y sus nietos, la mayoría de ellos multiplicaron a los miembros de la familia, y sus bisnietos y tataranietos llevan un apellido muy conocido. Supieron sus mayores aprovechar muy bien el tesoro, que les “dejaron” en la cocina de la casa de las calles de 16 de Septiembre No. 80, oriente, propiedad durante muchos años de la familia De la Cortina, y hoy, la conocida academia ISCCA.