Corrían los últimos años de los 1800. Se habían registrado frecuentes muertes por “ahogamiento” en las aguas del Río Querétaro, en su tramo de “La Cañada” a Hércules, principalmente en una represa, que desde años atrás fue construida como parte de la infraestructura hidráulica para mover las turbinas de la planta textil del “Hércules”; represa que junto con la de San Isidro, almacenaban regular volumen de agua para complementar el sistema de bordería y almacenamiento hidráulico de la Ciudad de Querétaro.
En dicha presa era muy frecuente, que durante todo el año, las familias de la capital del Estado, así como los lugareños, acudieran a pasar los días de campo en las huertas de “La Cañada” y Hércules, para, en medio de estos lugares, con frondosos árboles frutales, principalmente membrillos, tejocotes, duraznos, chabacanos y las famosas “ciruelillas”, que introducidas por los españoles en el Siglo XVI, lograron aclimatarse perfectamente para nutrir de materia prima a nuestros antepasados, logrando con ellas, la elaboración de sabrosos dulces y mermeladas, o “pegadores” vinos que con infusión de frutas, como el membrillo y la propia “ciruelilla”, con alcohol de 96 grados, y un prolongado añejamiento, hacían las delicias de quienes degustaban su aroma y sabor, para acompañar las tertulias familiares y los propios días de campo, en los que los licores importados, no eran accesibles para la población en general, y los vinos caseros suplían a los licores comerciales o al popular pulque.
En los días cálidos, principalmente, muchos de los asistentes a las huertas en las riberas del Río Querétaro, se refrescaban y se divertían en la pozas, las cuales eran formaciones naturales que, entre frondosos árboles, servían para “echarse un clavado”, o para con improvisadas cañas del abundante carrizo, y un anzuelo comprado por un centavo en la tlapalería, se tratara de pescar un bagre, una carpa, una rana, o capturar una tortuga para después, toda la semana, platicar la fantástica aventura.
Bonitos eran los días de campo entre las macizas formaciones rocosas de la Cañada, lugar del primer asentamiento de Querétaro, cargado de historia y magia, en donde se encontraban con frecuencia vestigios prehispánicos, como restos de vasijas o puntas de flechas de obsidiana, por quienes caminando unos metros, emprendían la marcha hacia arriba del río, hasta llegar a donde la tierra se cambiaba por las grandes rocas, que para nuestros antepasados se les representaban como un gran “juego de pelota”.
Poco a poco, las coincidencias y la frecuencia con que se vieron diferentes hechos en que tanto jóvenes como adultos empezaron a engrosar la lista de los ahogados, y que los rumores corrieran entre la escasa población de la capital y sus alrededores, se empezaron a notar, que la mayoría que perdían la vida, al ser tragados por las aguas del Río Querétaro, presentaban una extraña semejanza: todos tenían una mirada de terror, y una rigidez en las manos, con los dedos crispados en una actitud de defensa, como si en los últimos segundos de vida, trataran de defenderse de “algo”.
Sumado a lo anterior, varios testigos describían haber visto “con sus propios ojos”, un ser extraño, que con grandes y deformes globos oculares, que los comparaban a los de un “toro enojado”, y de un color rojo oscuro, teniendo esta aparición una cabeza voluminosa, con largo pelo, y orejas puntiagudas; como de coyote, y del cual no podían precisar mayor cosa, dadas sus fugaces apariciones, y al hundirse en las aguas de la presa, relataban que más parecía que se confundiera en las mismas como si formara parte de ellas.
La misma descripción la compartían otros que decían; que al emerger este ser, se formaba de las mismas aguas, para desaparecer ante sus miradas de igual forma, y que cuando trataban de localizarlo, incluso con los rayos del sol en toda su magnitud y auxiliados de varas o carrizos para explorar las aguas, “nunca pudieron localizarlo”.
Alguien comentó; que se trataba del “chan del agua”, que como espíritu de la misma, en determinadas circunstancias, al sentirse perturbado “jalaba” a quien invadía su territorio, molestándolo al agitar las aguas y obligándolo a defenderse de los intrusos.
Otros más lo identificaban como “un demonio” que, corrido del Infierno, se refugió en el agua, y que para enviar almas al Averno, tenía su territorio en los ríos y lagunas, teniendo que cumplir con una cuota de almas, para que se le permitiera regresar al infierno.
No existe una cifra exacta de los que perdieron la vida en las aguas de bordos o presas, pero las más frecuentes fueron en un lugar entre los limites de Hércules y “La Cañada”, a grado tal, de que con temor, los que acostumbraban acudir a esa zona, se retiraban con espanto, convencidos de que en esta presa habitaba el mismísimo diablo, y se inició la leyenda que hasta nuestros días se conoce como “La Presa del Diablo”.
Poco a poco, las muertes se dieron con menos frecuencia; algunos olvidaron pronto y muchos otros decían que habiendo alcanzado su cuota de almas, el diablo se retiró al ser aceptado nuevamente en el infierno.