A mediados del pasado siglo, la ciudad de Querétaro no rebasaba los sesenta mil habitantes, según decían los letreros que se durante más de dos décadas se alzaron en los accesos de la Cuesta China y la carretera a Celaya. Por esta reducida población, prácticamente todos los habitantes de los barrios de la ciudad conocían bien a sus vecinos, a quienes veían con frecuencia, y por tanto la presencia de extraños se hacía evidente desde su llegada a nuestras calles.
En aquellos años se hizo notoria la presencia de mujeres que caminaban en pequeños grupos, muy rara vez acompañadas por hombres, cuya indumentaria las señalaba de inmediato: largas faldas de telas multicolores, blusas con mangas abombadas hasta medio brazo, en su cabeza una vistosa pañoleta, en ocasiones adornada con monedas pequeñas. En sus cuellos colgaban collares y cadenas, que al igual que las pulseras eran de metales finos, y cuando sus pies asomaban por debajo de las faldas al caminar, lucían calzados con sandalias o huaraches de tiras de cuero. Eran “las húngaras” como se les decía inicialmente, aunque después se les llamó “las gitanas”.
Estas mujeres, que recorrían nuestras céntricas calles y de las que poco se sabía, causaban desconfianza en los pobladores y con frecuencia se les usó para atemorizar a los niños rebeldes. “Si sigues portándote mal, te van a llevar las húngaras a un lugar donde no te encontrarán nunca”, y por temporadas se convirtieron en sustitutas de “el viejo del costal” y el inexplicable “coco”.
Muchas historias giran en torno a ellas, propiciadas por su modo de ganarse la vida y porque siempre guardaban distancia cuando se trataba de obtener información sobre su procedencia y su modo de vida; de ellas sólo se sabía lo que saltaba a la vista, lo demás era producto de suposiciones y deducciones, en ocasiones descabelladas. Al contemplarlas, lo más impactante era su imagen, porque además del atuendo que caracterizaba a adultas y menores por igual, resaltaba su gran parecido, por lo que podía suponerse que eran familiares.
La belleza de algunas era notoria; entre las morenas, que eran las más, sus finas facciones y el color sonrosado de su piel, sus ojos claros con un brillo especial —que denotaba malicia o viveza— alentaron a algunos galanes a propiciar un acercamiento; ese empeño fracasó siempre, y cuando mucho obtuvieron una pícara y burlona sonrisa antes de que se marcharan, dándoles coquetamente la espalda y escuchándose entre risas comentarios en una lengua extraña.
Llegaban por temporadas y lo hacían por lapsos cortos, durante los cuales podía vérselas en diferentes rumbos. Acudían al Centro los jueves y domingos, durante la serenata que ofrecía la banda de música del estado, y en la esquina donde se encontraba la nevería La Mariposa, en las calles de Juárez y 16 de Septiembre. Ahí encontraban gran asistencia, tanto entre quienes disfrutaban un rico mantecado, tomaban refresco o café dentro del local, y con los que permanecían congregados platicando en la banqueta. Algunos extendían el brazo, mostrando la palma de la mano, para que estas mujeres, a cambo de unos centavos, les dijeran su suerte.
De quiromancia nada se sabía; la palabra ni se conocía, sólo se decía que por una rara facultad ellas podían leer el futuro. Imaginen la ventaja de conocer las posibilidades de buena o mala fortuna a cambio de un veinte, una peseta, un tostón y hasta un peso. Sin importar la moneda, siempre resultaba insuficiente para ellas: “Dame más, dame otra moneda, no seas tacaño, ya te dije cosas que valen más que el dinero”. Quienes aceptaban el ofrecimiento de las húngaras lo hacían casi siempre por curiosidad, o por pura diversión y para romper la monotonía.
Con los años, la visita de las enigmáticas mujeres cambió. De entrada, su aparición fortuita se transformó en un acontecimiento planeado. Así, antes de su aparición se anunciaba en la prensa y en la radio el lugar donde durante los próximos días estarían atendiendo “para dar solución a los problemas” económicos y sentimentales de quien las requiriera; lo mismo presagiaban el futuro que orientarían para obtener buenos negocios o regresarían a la persona ausente por medio de sus “conocimientos especiales”. Sus “poderes” eran capaces de resolverlo todo.
Cierto día, en la década de 1970, se presentó ante la propietaria de una casa del sur de la ciudad una húngara, acompañada de la que se suponía era su hija, una adolescente; ambas con su vestimenta característica y con abundantes pulseras y cadenas de oro. Llamaba la atención la belleza de sus facciones, sobre todo las de la niña, de grandes ojos azules y mejillas rosadas. Con el tuteo característico, lograron que la dueña del inmueble aceptara rentarles la propiedad, dejándole de garantía “mientras le pagaban” un anillo con un brillante y varias monedas de oro, argumentando su seriedad y solvencia, avalada por su publicidad en los medios.
Menos de un mes después, una mañana, los vecinos de la casa donde estaban las húngaras acudieron al domicilio de la propietaria para decirle que la casa estaba abierta de par en par y que algunas personas muy enojadas preguntaban si sabían dónde se habían ido las adivinas, refiriendo que se notaba gran disgusto entre quienes preguntaban por ellas.
En pocos minutos, la dueña de la casa se encontraba en el interior de ésta, observando unos lienzos de colores clavados en las paredes de las habitaciones; en uno de los patios, plumas de gallina negra, sangre, así como varios restos de las aves. La gran cantidad de basura demostraba que nunca barrieron, lo que pudieron presenciar dos de las personas que reclamaban el dinero que durante varios días entregaron a las inquilinas fugadas y que exigían a la propietaria por su responsabilidad o supuesta complicidad. Los reclamos se prolongaron por más de una hora.
Calmados los ánimos de los defraudados, estos describieron el mecanismo con el que les robaron varios miles de pesos, ropa, joyas y perfumes. A uno de ellos lo había abandonado su mujer, y en un intento desesperado acudió con las húngaras para recuperarla. “Mira, señor, a las mujeres las atraen las cosas valiosas y el dinero. Necesitamos la fuerza de la atracción de las joyas y el dinero para atraerla; tráete mañana sus joyas y déjame hoy dinero”. Al día siguiente, el marido abandonado regresó con desconfianza, pero esta pronto desapareció, porque encontró el dinero en el altar, tal como lo había dejado; ni siquiera lo habían tocado, y agregó varios anillos y cadenas de oro de su mujer y más dinero, que supuestamente la harían regresar. La operación se repitió todas las veces que acudió, y puso más y más dinero, “para aumentar la fuerza y atracción”, porque estaba ya encaprichado en que su mujer regresara, pero ésta no aparecía. Todavía, dos días antes, llevó más dinero y otras cosas para que la fuerza fuera tan irresistible que su mujer no pudiera escapar. Y ahora, ni su mujer, ni el dinero, ni tampoco las húngaras, y en las mismas condiciones estaban más de quince ingenuos afectados. ¡Travesuras gitanas!
A los defraudados, por ilusos, no les quedó más que acudir a las autoridades para intentar, de forma desesperada, recuperar lo que ingenuamente y de propia voluntad habían entregado a la buena mujer, que con habilidad los convenció para “regalarle” varios miles de pesos. Sobra decir que las autoridades les hicieron ver la dificultad de localizar a estos grupos nómadas que trascienden fronteras, pero si acaso regresaban, de inmediato se los comunicarían. ¡Todavía las están esperando!
Acercándose, la gitana dice a un transeúnte: “Señor, señor, dame cincuenta pesos y te quito la sal”. Como respuesta, ella escucha: “Te doy cien… pero mejor quítame el azúcar, porque soy diabético”.