Conocemos bien por la historia, que nuestros antepasados indígenas, practicaban rituales que a los conquistadores les parecieron muy sangrientos, al ofrecerle al Dios Huitzilopoxtli los corazones palpitantes de los sacrificados, para alimentar con su sangre la protección divina y como un tributo que mantenía un equilibrio en el universo.
Conocido es también, que existía la costumbre del sacrificio de infantes para depositar sus cuerpos en las cuatro esquinas de las pirámides, como una ofrenda, desprendiéndose de seres puros y muy queridos, que con su presencia lograrían un lugar sagrado para sus ancestrales rituales, cuyos orígenes desconocidos se han prestado a muchas especulaciones, sin lograr con la conquista, y con la imposición de la nueva religión, desterrar esa práctica, porque igual se continuó en la época virreinal al sepultar en las cortinas de las presas y bordos, a los recién nacidos que de diferentes causas llegaban a fallecer.
Para la práctica anterior, eran dejados unos huecos en lugares determinados en los que cabía el cuerpecito del recién nacido, que por diferentes motivos moría, y al que se le tenía como un angelito, y que por su pureza, al morir inocente, según la nueva fe, iría al cielo teniendo un vínculo protector para con sus familiares, y entre la amenaza de rompimiento de la presa, existía la creencia de que las almas de los difuntitos entrelazarían sus brazos para con la fuerza divina y diciéndose unos a otros, según fuese su nombre, dirían “Tráncate José, tráncate fuerte, para que no se salga el agua y cause mal a la gente, tráncate José para que no se muera naiden, ni les falte el agua para la milpa”. Cuando se han encontrado en las presas vestigios de estos entierros, o lo poco que queda de ellos, de aquellos huesitos tiernos, se han confundido con huesos de animales, principalmente de aves.
Otra costumbre introducida a la Nueva España, y desde luego reproducida muchas veces en Querétaro, consistía, en que, tanto a las habitaciones como a las fuentes de agua, se les pagaba el servicio que brindaban, y a las casas o a los simples cuartos en que los naturales vivían, les depositaban ofrendas consistentes en plumas, conchas, garras de aves de rapiña, o tejidos rústicos, agregando después monedas, cuando ya se disponía de ellas. Esto se ha encontrado en asentamientos antiguos como en el pueblo de La Cañada, en la Iglesia Chiquita, iniciada en 1529 y en algunas viviendas cercanas a ella, en donde se han localizado con motivo de alguna renovación de sus muros.
Las ofrendas a las fuentes de agua, consistían en el depósito de monedas, la mayoría de las veces de plata, por ser la que más circulaba, y se depositaban en presencia de algún religioso mediante una ceremonia ritual, para pagarle a la fuente los servicios que iba a dar y para evitar que estos se terminaran. En la mayoría de las fuentes, tanto en los espacios públicos como en las casas particulares, existen estas ofrendas y esto se dio mucho durante los siglos XVII XVIII principalmente, continuándose la costumbre esporádicamente hasta mediados del siglo pasado en que don Germán Patiño, director del Museo de Querétaro, enterró en la fuente una capsula del tiempo, la que fue recuperada hace pocos años durante una reparación al depósito de agua.
Si a los europeos conquistadores, las costumbres del Nuevo Mundo les parecían sanguinarias y crueles, y trataron de terminarlas al juzgar no ir de acuerdo con la nueva fe, ellos trajeron una costumbre no menos dramática y muy extendida en el viejo mundo, en los países católicos, en donde esta práctica resultaba muy frecuente y se veía normal al considerar que la bondad, los valores y sentimientos de los buenos varones, estaban en el corazón, y cuando morían, éste les era extraído y guardado en vasos especiales a manera de ser exhibidos como valiosas reliquias, que representaban la proximidad con la santidad y se guardaban o se enterraban en los templos, como un reconocimiento para con aquellos a quienes habían pertenecido, y a los que se les consideraba como santos.
En nuestra ciudad tenían presencia prácticamente todas las órdenes religiosas, y el papel de la evangelización en la Nueva España se fincó con sede en Querétaro en el Segundo Colegio de Propaganda Fide en América, y nos resultaría interminable el análisis de la vida de muchos virtuosos clérigos, que de una u otra manera aportaron tanto y que alentaron una gran religiosidad en los sentimientos de nuestro pueblo, tal como lo deja consignado el anónimo Fraile que escribió sus apuntes titulados “Acuerdos Curiosos”, que al referirse al fallecimiento del Dr. Don Antonio de la Vía y Santelises, en 1785, le dedica uno de sus más extensos y detallados relatos, que complementa lo que ya conocíamos de la vida de este ilustre personaje, rector de los Colegios Jesuitas de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, antecesores de la que después de diferentes etapas y con varios nombres, terminó siendo la Universidad de Querétaro.
Se dice en tal manuscrito, “que el sacerdote de la Vía, era dueño de la hacienda de la Esperanza, la que años más tarde perteneció a la benefactora doña Josefa Vergara y Hernández y que el curato de este sacerdote, era el segundo en importancia en todo el arzobispado, pues rendía quince mil pesos anuales, y que en medio de esta riqueza, el padre Vía andaba todo remendado y comía dietéticamente, su cama era sencillísima y sus muebles medianos, que recogía a las mujeres abandonadas por sus maridos, casaba sin pago alguno de derechos a muchos pobres que no tenían con que pagarlos, de estos pobres pagaba sus entierros y daba gruesas limosnas a los conventos; especialmente al de la Monjas Capuchinas”.
La entereza y la rectitud del muy querido padre de la Vía, se constató y se escribió de ella durante muchos años, dejando bien sentados dos aspectos de su carácter; su bondad, al morir en la pobreza, después de tener todo en abundancia, ya que se desprendió de los bienes para hacer obras de caridad, y lo otro que lo enalteció, fue la firmeza en sus convicciones “para hacer lo que se tenía que hacer” tal como lo mandaban las normas y preceptos de la Santa Iglesia, no cediendo ni ante el mismísimo Obispo Coloma, que invitado a esta ciudad por don Tomas López Ecala, para que le bautizara un hijo, y dicho prelado solicitó al padre de la Vía, le enviara agua bendita para la ceremonia, a lo que con un rotundo ¡no! se negó, argumentando que la ley eclesiástica prohibía que el agua bendita saliese de la parroquia, y el primero que la tenía que acatar y hacer cumplir la ley era el párroco, que en ese caso era él,
La extracción de corazones como reliquias, de quienes se consideraban como nombres buenos y piadosos, fue más frecuente de lo que se tiene documentado, conservándose hasta nuestros días en diferentes entidades, depositados en ornamentados relicarios, con el propósito de preservarlos al esperarse que algún día, sus antiguos dueños serían santos. En otras ocasiones –como en este caso– en que el corazón del padre Vía, le fue extraído y enterrado en el Templo de Capuchinas, después de que su cuerpo permaneció con las monjas durante tres días, para después ser sepultado en la parroquia de Santiago. El otro caso documentado por el mismo autor, es el del padre Alonso Martínez Tendero, fallecido en 1808, cuyo corazón, –al igual que el del padre de la Via– también quedó en el templo de las madres capuchinas.
Se horrorizaban los conquistadores de lo sanguinarias de las costumbres aztecas y ellos nos trajeron a Santiago Matamoros, que cortaba las cabezas de los impíos, y en actos rituales, –aunque muy diferentes– porque se trataba de cadáveres, que al igual que nuestros antepasados, también ellos les extraían los corazones. Queda una pregunta, ¿la nueva fe terminó con la idolatría y las antiguas costumbres, o solo las transformó?