En apariencia, el domingo de carnaval era como otro de los tantos que tiene un año, pero no era así, aunque la banda de música dirigida por don “Lelo” Rivas empezaba a tocar a eso de las siete de la noche, –igual que siempre–, y que se iniciara la caminata alrededor del jardín, en sus dos modalidades; los hombres girando en el sentido de las manecillas del reloj y las mujeres en sentido contrario.
Como reminiscencias de los muy antiguos rituales de la más remota antigüedad originarios de Egipto y después del pueblo romano, el Carnaval de indudable origen pagano para la iglesia dominante, que adoptó muchas de las costumbres primitivas, a las que se consideran como parte de los ritos autorizados, no así otras que están proscritas por su propia naturaleza contraria a lo divino, al tener sus orígenes en festividades profanas relacionadas con la madre tierra, la producción y la gratitud del humano para con los dioses, en especias a la diosa Ceres, de donde proviene la palabra cereal.
Para los romanos, los festejos de la abundancia eran parte de su gratitud para con sus dioses, como Baco y Afrodita al que le celebraban con festejos en donde se hacía gala de la abundancia y lo sexual no estaba ausente, en un ritual de placer y de procreación, que era fundamental para la reproducción e incrementar la población del pueblo romano. Estas costumbres se extendieron en el viejo mundo por milenios, y con la llegada de los conquistadores se extendieron por América, toleradas por el clero católico, que se desmarcó de ellas desde hace varios siglos. Así nos llegaron a Querétaro en donde eran celebradas con bailes y verbenas populares. Los bailes más famosos en la ciudad, se realizaban en el Teatro Iturbide.
En los años cincuenta, era muy conocido que el siguiente domingo a la fecha oficial del carnaval, el Jardín Obregón, hoy Zenea, se trasformaba, al romper con su añeja y tranquila tradición, de ir a la sana convivencia entre vecinos y amigos, acudiendo al reencuentro de cada ocho días, para retomar la plática inconclusa, y a la que a pesar de haber trascurrido siete largos días, poco se le podía agregar que el otro no lo supiese.
La misma gente de cada ocho días, se encontraban ocupando sus bancas favoritas, otros, desde el interior de sus autos, cómodamente, se divertían viendo pasar a los mismos cada doce o trece minutos, durante las dos horas siguientes, iniciadas a las siete de la noche, en que; primero unos cuantos, daban comienzo al ritual de la marcha dominguera y que cual imán “jalaban” a los demás, para que sin palabras, sumarlos a lo que algunos de poca sensibilidad que hacían caso omiso de la tradición y como detractores de esta costumbre, la comparaban “con la de las mulas que sacaban agua de la noria”.
La música con su ritmo de vals, marcaba el pausado movimiento de los pasos, tanto de hombres como de las mujeres, en un hipnótico y colectivo ritual, que se complementaba con el murmullo general, al que de vez en vez lo interrumpía una sonora carcajada de alguna señorita “de las que no habían leído el Manual de Educación y de Buenas costumbres de Carreño”.
El piso del jardín, era de mosaico del color gris del cemento y lo hacían en la fábrica de mosaicos Álvarez, en un molde que dejaba una cuadricula perfecta; como “tablilla de chocolate” y debido a su terminado, con el arrastrar lento de los tacones de las damas, se producía un sonido muy especial y privativo de ese lugar.
¡Todo como siempre! El viejo fresno de grueso tronco, del que se decía que era el último que quedaba, de los plantados por la propia mano del Gobernador Benito Santos Zenea, árbol, o lo que quedaba ya de él, que continuaba en su muy larga y centenaria agonía, manifestada notoriamente en su añosa corteza, destruida por el tiempo, y en sus pocas ramas, se podían contar sus hojas. Árbol que en actitud defensiva, lo hacía manteniéndose resguardado tras una banca, a pocos pasos de la fuente de la diosa Hebe — en su lado sur– “lugar de muy gratos recuerdos de la juventud”.
Los globeros, el vendedor de paletas de limón, el señor del carrizo con múltiples orificios, para acomodar los palitos de las manzanas cubiertas de rojo caramelo y que las vendía junto a la metálica fuente, y a su lado; con grandes canastos de carrizo, con una tela de manta que los cubría, estaba la vendedora de los chicharrones de harina con chile, el que guardaba en una botella de refresco con la “corcholata” perforada. Y en ese mismo lugar, –ese día–, se encontraban unos canastos como los de los de panadero, más bajos que los canastos de los chicharrones, y diferentes porque estaban rellenos del “parque” para la guerra de “cascaronazos”.
Se trataba de los cascarones de huevo, que algunas familias especializadas en ello, habían guardado durante muchas semanas, para irlos pintando de encendidos colores, con el sello personal de cada uno de los artistas, para ofrecerlos ese mismo domingo tan especial, en que se podía escoger el cascaron acorde con los sentimientos. Si era amistad o simple broma, se compraban los de confeti, papel picado, aserrín pintado. Si era para una bonita dama, se adquirían los que tenían “agua florida” para dejarla bien perfumada; pero si de una venganza se trataba, los había de polvo de oro, polvo de plata, o de “pica pica” polvo que al contacto con la piel producía comezón muy intensa. y no negaremos que algunos; aunque eran los menos, hacían mal uso de ellos, al tirar el contenido original y suplirlo por un liquido tibio muy fácil de conseguir, ocultándose tras los árboles.
¡Esto si era diferente en ese día! los “cascaronazos” que abundaban durante dos horas con el fondo musical de la Banda de Música del Estado. Rompiéndose el primer cascarón en la cabeza de la que sería la primera víctima, la guerra se declaraba, alentada por el afán de venganza. Pronto se organizaban grupos, que haciendo causa común en improvisada estrategia, cazaban al “enemigo” y lo tupian a cascaronazos. Lo que en ocasiones era una agresión porque a la rotura del cascarón se sumaba el golpe del verdugo, que para asegurar el éxito de la travesura la mayoría de las veces no medía la fuerza del golpe –la mayoría de las veces en la cabeza—golpe que se simple manazo se transformaba en un doloroso coscorrón.
La batalla finalizaba, cuando el reloj de San Francisco daba la última campanada de las nueve, y como por arte de magia, la gran mayoría de los asistentes se retiraban con las huellas del combate entre los cabellos, o manchada su ropa de diferentes colores y la mayoría también, iban risueños, comentando lo sucedido, caminando sobre el piso multicolor y crepitante por los restos de la batalla, y se escuchaban comentarios como este: “El condenado de fulano me rompió dos de polvo de oro ¡Pero ya verá cómo le va el año que entra!”. Había paciencia y también buena memoria, y un año después se cumplía la amenaza. Se esperaría a que nuevamente llegara el domingo de Carnaval.