Para fortuna nuestra, los descendientes del marqués don Juan Antonio de Urrutia y Arana supieron resguardar importantes documentos sobre las diferentes etapas de la vida de tan distinguido personaje, a quien Querétaro debe tanto, pues gracias a él la ciudad tuvo acceso al elemento básico para la vida: el agua.
Si bien hay mucho que reconocer al marqués, y por la trascendencia de su obra no se escatimaron las muestras de gratitud hacia él, con el tiempo se le han atribuido historias menos edificantes, muchas de las cuales están muy lejos de ser reales. Una de ellas es la versión que el señor marqués introdujo el agua a Querétaro con velada dedicatoria a una monja, “para que se bañara”. Aunque carente de veracidad, esta conseja ha sido propalada por quienes ni la menor idea tienen de quién era esa monja, llamada Marcela.
Doña María Paula Guerrero y Dávila heredó el título de marquesa de la Villa del Villar del Águila, y al contraer matrimonio con don Juan Antonio de Urrutia y Arana le impuso como condición que agregara a su nombre los apellidos de la marquesa, Guerrero y Dávila. Este hecho se hizo del dominio público con la muerte del marqués, quien obtuvo el título por nupcias con la poseedora del blasón. Don Manuel Septién y Septién, descendiente del noble matrimonio, rescató —entre muchos otros— los documentos de las honras fúnebres del marqués, en los que aparece su nombre completo: Juan Antonio de Urrutia y Arana, Guerrero y Dávila, marqués de la Villa del Villar del Águila, título obtenido por su matrimonio con la marquesa, doña Paula Guerrero y Dávila, para no dejar duda del singular acuerdo de “matrimonio-adopción”.
Con estos antecedentes, queda muy claro que la del título nobiliario era la señora marquesa, doña María Paula Guerrero y Dávila, heredera de una gran fortuna. La peculiar condición de imponer sus apellidos al consorte tiene el claro propósito de evitar que el marquesado se perdiera en otra línea sucesoria, lo que se logró, porque en la línea hereditaria existieron otras dos marquesas de apellido Fernández de Jáuregui.
La monja, de nombre sor Marcela Estrada, era sobrina de la señora marquesa, quien por cierto poco habitó la famosa Casa de la Marquesa, porque ésta fue terminada por el albacea, el señor Alday, siguiendo los deseos del marqués, ya muerto, en cumplimiento de la promesa hecha a su sobrina política, sor Marcela, quien le había pedido “le construyese a su tía la casa más bonita de Querétaro”, además “de que terminase la obra del acueducto, para que llegase el agua al convento de las madres capuchinas”. Esta segunda petición se cumplió también, y el convento tuvo agua, porque el marqués realizó la obra necesaria para llevarla a unos baños públicos de su propiedad, conocidos como El Placer, en la calle que llevó también ese nombre (hoy avenida Hidalgo, donde operó la Escuela Normal del Estado).
La denominación que se ha dado a la magnífica construcción, la Casa de la Marquesa, es incompleta, porque otras dos descendientes de doña Paula Guerrero y Dávila, también marquesas y con apellido Fernández de Jáuregui, también la habitaron. Lo correcto, por tanto, sería llamarla Casa de las Marquesas. Cuando en 1826 se abolieron los títulos nobiliarios en México, el marquesado continuó en España.
Es imposible demostrar la existencia de “afectos secretos” entre el marqués y su sobrina política Marcela, y quedan solamente en la sospecha, alentada al radicar la marquesa la mayor parte del tiempo en la Ciudad de México, mientras el Marqués residía en su casa de las hoy calles de Allende e Hidalgo. También resultaría muy difícil probar que fue la monja el motivo por el que el agua se introdujo en Querétaro, pues existían causas de mayor peso “que el baño de la monja”, y el hecho no pasa de ser una leyenda fantasiosa. Además de lo que ya se ha dicho y aunque siempre habrá quien afirme lo contrario, el señor marqués Juan Antonio de Urrutia y Arana, Guerrero y Dávila, tenía un interés económico particular en la obra, y eso sí puede demostrarse históricamente con los documentos que le acreditaban la propiedad de los baños públicos El Placer, en la hoy calle de Hidalgo, donde gracias al acueducto, el agua abundaba.
A fin de cuentas, ¡el que da y reparte se queda con muy buena parte!