Quienes los recuerdan los ubican en una casa de madera, pero para mayor precisión, una casa de palos, tablas viejas, cartones y cobijas colgadas que tapaban huecos para protegerlos de los vientos del oriente que soplan en La Cañada con intensidad, con rumbo a la ciudad de Querétaro. Eran pobres, muy pobres y piojosos, esto sin disimulo porque si lo eran, y piojos les sobraba. El hombre, la mujer y cuatro hijos vivían en el lugar conocido como “El Campito”, lugar cercano al Manantial del Pinitio y en terrenos de nadie.
Tres hermanos, Margarita, Silvia, Julio y Pancho que era el más chico, hijos de un hortelano de quien se piensa que, por su pobreza, vivía en el lugar de su trabajo y por eso lo improvisado de su paupérrima vivienda.
Del jefe de la familia se conocía que sembraba cebollas, rábanos y hierbas de olor como la ruda, la hierba buena, anís, epazote y cilantro, en ocasiones hinojo las que con él se podían conseguir recién cortadas para condimentar alimentos o para algún remedio. Este personaje se le conocía sólo como “El cuidador” ante el desconocimiento de su nombre si es que en realidad lo tenía, y esto no ausente de fundamento ya que su origen puramente indígena era muy notorio, no tanto por sus rasgos físicos sino por su comportamiento en extremo ingenuo, como si no conectara con el resto de la humanidad.
El cuidador, desde muy temprano ya estaba con el azadón abriendo surcos para que las aguas del río Querétaro corrieran por la tierra para alimentar sus plantas y su hortaliza. Se sabía que él no comercializaba sus hierbas, las que casi regalaba porque los rábanos y cebollas eran del patrón y le resultaba intocables como si estuvieran marcados por un inventario moral, el de respetar lo ajeno, lo del dueño del terreno como una costumbre muy arraigada en este lugar. Las hierbas si eran de él y vendía el cilantro, el epazote, la hierbabuena por cantidades simbólicas a los pobladores de la cañada pudiéndose decir que casi las regalaba, pero se notaba en su cara la satisfacción cuando las entregaba a quienes se las solicitaba.
La competencia en su oficio era mucha, abundaban experimentados hortelanos que herederos de los métodos de cultivo introducidos por los padres franciscanos por generaciones y gracias a lo benevolente del lugar en cuanto al clima así como la abundancia de agua, su producción estaba garantizada y por su calidad eran bien aceptados en la Ciudad de Querétaro y a los estados vecinos, incluso hasta el Mineral de Zacatecas.
Quienes lo recuerdan, refieren que eran nobles e inocentes por su misma incultura, y que muy poca relación tenían con los demás pobladores de La Cañada. Ellos vivían su vida y no necesitaban interactuar con nadie, vivían su rutina de trabajo que era, que el padre laboraba desde que salía el sol y regresaba para hacer su única comida a las seis de la tarde. Sin electricidad su morada al caer la tarde ya no daba señales de vida, todos dormían y dos perros flacos eran sus guardianes y unas gallinas gusaneras regresaban por las tardes a dormir en un árbol muy cerca de ellos.
Pasaron los años y la dramática transición que en este lugar se dio cuando el agua que brotaba de los veneros y sobradamente humedecía la tierra, de manera lenta pero constante dejó de brotar y ya no era suficiente para regar los árboles durante el estío y también porque las lluvias se hicieron ausentes y sus efectos fueron dramáticos, los árboles principalmente los de aguacate que tanta fama dieron a La Cañada, se secaron, al igual que los demás frutales como los manzanos, los perales, membrillos y los jugosos duraznos que por cientos de huacales llegaban a los mercados de Querétaro y de la capital del país. En dos años todos los árboles no servían más que para leña para las tortillas, el paraíso se terminaba. No hubo más hortalizas, no más aguacates ni duraznos, menos las flores que durante años surtieron muchos mercados. Sin agua terminaba todo y también terminaba el trabajo y el sustento y la familia del cuidador y de José sufrió las consecuencias.
El ingenuo noble y trabajador indígena, cabeza de esta familia al poco tiempo murió, su compañera se perdió y se decía que había regresado a su pueblo natal en el semi-desierto Queretano, las hijas buscaron trabajo y se casaron formando sus familias, uno de los hermanos murió por excederse en el alcohol, el más pequeño, Pancho, quedó en el desamparo más triste, y muy pronto aprendió el arte de con su sola presencia conmover a sus semejantes para lograr de ellos ayuda para subsistir, para mal comer, Pancho se convirtió en limosnero sin mayor esfuerzo, la apariencia le ayudaba para esto estaba hecho. Su timidez que heredada de su familia lo transformó en un ser introvertido, tímido y faltaría un calificativo para poder definir que una serie de circunstancias y limitaciones le marginaba de una interacción normal con sus semejantes porque no estaba carente de sus elementales facultades, solo que no sabía cómo ser y esto lo hacía diferente ¡Muy diferente!
Al verlo, muchos lo juzgaban limitado o hasta loco ¡Pero no! Era solo su natural timidez, era su forma de ser al no asimilarse a otra forma de vida y así terminó Pancho siendo un vagabundo sin proponérselo. El destino lo predestinó para que lo fuese y su comportamiento tan especial lo adaptó para poder vivir de la caridad pública la que le resultó lo más rentable ante su total analfabetismo. La organización Caritas le regala ropa, la que nunca era lavada hasta que por su estado tenía que ser desechada por sus pésimas condiciones.
En medio de toda su desgracia, una gran ventaja tiene Pancho y resulta de mucho peso para que lo socorran. Pancho tiene temor de Dios, según dicen en el pueblo y eso le abre las puertas para todo, además es agradecido para quienes lo ayudan y en su mal español por ignorarse si dominaba algún dialecto, manifiesta su gratitud cuando lo alimentan.
¡Tonto no es! ¡De ninguna manera! Cuando a la organizadora de los festejos de la Virgen de los Dolores, lugar preferido por Pancho para sentarse junto a la capilla, lo que le permitió enterarse que faltaban cuarenta pesos para comprar lo de las enchiladas y él solidariamente dijo “yo te los presto” sin mayor condición y sacando de entre sus ropas varias bolsas de plástico desenvolvieron un rollo de billetes –sus ahorros, su capital- que escondía entre su harapienta indumentaria. Como agradecimiento le regalaron las enchiladas y cuando horas después le pagaron sus cuarenta pesos los que contó y dijo “estos cuarenta pesos eran los que me faltaban”.
Pancho continúa viviendo, se le ve salvo muy contados días que no acude, sentado en el escalón de un lado de la capilla de La Virgen de los Dolores en la calle de Emiliano Zapata, recargado y en silencio abstraído ve pasar a los transeúntes y guarda el misterio de sus recuerdos en sus muy particulares pensamientos.