A través de su rica historia, Querétaro desde sus inicios se vio favorecido con las acciones de personajes que por su actuar dejaron huella permanente, al ser parte fundamental en la vida de la naciente ciudad, ya que, con su desinteresada contribución para la construcción de templos o conventos, sin faltar quienes, preocupados por sus semejantes, los dotaron de agua limpia o les dieron lo suficiente para solventar sus apremios económicos.
Un viejo dicho da un sabio consejo “es de bien nacidos el ser agradecidos” y así con este elemental y correcto comportamiento nos educaron nuestros mayores, solamente que los tiempos cambiaron y en la vida cotidiana surgieron otros asuntos que ocuparon el pensamiento y hasta la manera de actuar, y como esto no es lo correcto, lo debemos corregir. El olvido de nuestros benefactores, se ha llevado a importantes y sensibles seres humanos que lo entregaron todo en beneficio de sus coterráneos, y por condiciones de presencia física e histórica, para fines prácticos se concreta a conocer tan solo a dos; El Marqués Juan Antonio de Urrutia y Arana y a Don Juan Caballero y Ocio.
Sirvan estos renglones, para reponer en la memoria y mostrar gratitud, la que los queretanos debemos a personas, que con su actuar contribuyeron para que nuestra ciudad llegara a ser en su tiempo, la tercera ciudad del reino de la Nueva España, cruce de caminos y la que contara con la segunda fábrica de tabacos del reino. Ciudad con muchos obrajes y más de un millón de ovejas, y así ir creciendo hasta llegar a nuestros días, en que, transformada en una ciudad cosmopolita y con un gran desarrollo poblacional e industrial, debe de voltear para recordar sus orígenes y tener presentes con gratitud y respeto, a quienes con su desprendimiento contribuyeron a ser lo que hoy somos.
Si nos remontamos a los orígenes, cuando a pocos años de la caída de la gran Tenochtitlán en 1521, cuando un poco más de dos décadas después, un joven español recién llegado, impresionado, vio que los indios eran utilizados como bestias de carga, lo que le pareció inhumano. Un poco tiempo después estableció en Xalapa su fábrica de carretas para iniciar los nuevos caminos de América. Cuando ya estaba comunicado Veracruz con puebla y la capital gracias a su esfuerzo, decide continuar a San Juan del Río y a Querétaro para transportar la plata del mineral de Zacatecas.
Sebastián de Aparicio se desempeñó por varios años con este oficio y realizó su último viaje en 1550 dejando comunicada a la naciente ciudad de Querétaro, con el camino por el que llegaría mercancías y nuevos pobladores, y que traerían la nueva fe y la cultura. A Sebastián de Aparicio del Prado le debemos que Querétaro fuera considerado como el cruce de todos los caminos, y gracias a su desempeño como transportista, la transición de pueblo de indios a ciudad virreinal quedó iniciada.
Las epidemias y el mal uso de las aguas por parte de los propietarios de los obrajes, que contaminaban los arroyos, y la ciudad padeció graves consecuencias. El cólera, la tifoidea y las disenterías, causaban una mortandad que se agudizaba cuando se transformaba en epidemias. Por esto del ayuntamiento estaba muy preocupado por la grave situación, iniciando la búsqueda de una solución urgente.
Por esos días, y después de una epidemia con la que se inició el siglo XVIII, arribó a nuestra ciudad un noble caballero, el que a solicitud de su esposa la marquesa Doña Paula Guerrero y Dávila le había encomendado a su sobrina Marcela Estrada, así como a otras monjas capuchinas, que tenían como propósito instalarse en un nuevo convento.
Pronto se conoció que el recién llegado era Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Guerrero y Dávila, Marqués de la Villa del Villar del Águila, y que era el regidor vitalicio, encargado de los acueductos y la distribución del agua en la ciudad de México. Con su colaboración desinteresada el día 26 de diciembre de 1726, se iniciaron las obras en la alberca del capulín del pueblo de San Pedro de la Cañada, lugar en donde brotaban varios veneros de agua limpia.
Legua y media, separaban la fuente de agua de la ciudad de Querétaro, y la única manera de que esta llegara al convento de la Santa Cruz, era construyendo un acueducto tipo romano, para así superar la hondonada del bordo de carretas.
Tuvieron que transcurrir 10 años, para que en 1735 llegase por primera vez el agua a la fuente adosada al muro del convento, la que se conoció primero como la pila de nuestra Señora del Pilar. Tres años después Querétaro ya contaba con agua suficiente y de muy buena calidad, gracias a la dedicación de un Marqués y a su aportación económica, y gracias a este benefactor la ciudad disfrutó de agua limpia por más de 200 años.
Proveniente de una muy humilde familia de nuestra ciudad, Josefa Vergara y Hernández, quien al contraer matrimonio, entre ella y su marido juntos, tenían 80 pesos, y que años después, en 1809, cuando fallece, lega a los queretanos un capital superior a los dos millones de pesos en propiedades, como la Hacienda de La Esperanza, la de Viborillas, Huerecho, Las Cenizas, El Coyote, La Ceja, La Peñuela y varios ranchos para sus labores, así como su casa en la calle del Desdén -hoy Allende- conocida como “La Casa de los Perros”, además de tres arcones con joyas, 5 coches y el menaje de lujo de su habitación que incluía vajillas de plata y finos muebles.
Doña Josefa Vergara al fallecer, a través de su testamento, legó al pueblo de Querétaro todos sus vienes, y designa al H Ayuntamiento como su albacea, para que sea garante de sus disposiciones testamentarias, entre las que además de legados a los conventos y la creación de un Hospicio y un Monte Pio, y se velara principalmente por los pobres, las viudas y los huérfanos, para los que se crearía un hospicio.
Con el producto de sus bienes y las indebidas ventas de importantes propiedades como la Hacienda La Esperanza, por indicaciones del presidente Antonio López de Santa Anna al español Cayetano Rubio y Álvarez de Condarco, se compraron cientos de casas, el balneario Escandón, conocido como “El Piojo” en La Cañada, se construyó la Plaza de Toros Colón y se terminó el Teatro Iturbide -hoy Teatro de la República- y además, esos fondos sirvieron para compra de armas y uniformes, por la amenaza que los rebeldes que luchaban por la independencia representaban a la ciudad. De ese capital, desde el inicio se presentaron muchos gastos “emergentes” que con fondos del legado solventaba el ayuntamiento.
Han transcurrido ya más de doscientos años, -211-, y a pesar de todo, es importante lo que con el patrimonio de esta benefactora se ha logrado, en ocasiones “interpretando el sentir de la difunta”, de manera totalmente contraria a su voluntad, como cuando se vendió la Hacienda de la Esperanza por indicaciones del presidente Antonio López de Santa Anna, así como otras propiedades, y en muchas otras, en desvíos y sustracciones, que dejaron legitimadas con sus firmas en el protocolo del notario Frías, muy conocidos personajes durante una década, 1809-1819. Las instituciones no fallan, son quienes las representan los que no cumplen con su compromiso, como dejamos demostrado con lo ocurrido en esa década que tomamos como referencia, de lo que resulta el manejar dinero ajeno, aclarando, que, en 200 años, muchos se esforzaron en cumplir con el encargo.
Don Fausto Merino, fue un personaje muy adinerado, que gozaba de gran presencia y respeto en la ciudad, por ser un militar y terrateniente, el que un día, y por su gran religiosidad, decidió donar todo lo que tenía a los pobres y al clero, para el servicio de Dios, desprendiéndose absolutamente de todo, hasta de la ropa que utilizaba para vestir, la que se quitaba cuando encontraba a un menesteroso para darle su camisa.
En Don Fausto Merino se dio un fenómeno que nuestros días no se explicaría, y que resultaría lo contrario de lo que en la actualidad es la búsqueda de la riqueza, -del dinero- muchas veces sin importar los daños que a otro se haga. ¡No! Él era muy rico, y decidió hacerse pobre y humilde, porque sus sentimientos le impulsaron a ello, y entregó todo para servicio de Dios y de sus semejantes.
Se dice que al final de sus días, los sacerdotes, a los que había beneficiado, le mandaban telas para que se hiciera camisas, y él prefería regalarlas. Incluso la delgadez de su cuerpo quedó de manifiesto en los retratos que se le hicieron, porque no tenía nada que comer, y aunque le mandaran alimentos sus conocidos, el prefería comer frugalmente para compartir con los pobres. Varias importantes obras se agregaron a los templos con el legado de Don Fausto Merino.
Personaje de noble origen, militar por herencia, hijo de Don Juan Caballero de Medina, Juan Caballero y Ocio (también Osio, u Ozio en vatios documentos) nació en nuestra ciudad, y continuó la tradición familiar y se convirtió en capital, teniendo gran presencia en su desempeño, y logrando un gran capital, que sumado con el heredado de su padre, lo hizo un hombre sumamente rico, pero no estando conforme con su vida, decidió dedicarse al sacerdocio, logrando ordenarse y obtener el grado de bachiller en un tiempo que rompió todo lo establecido para los estudios religiosos.
El desprendimiento del bachiller Juan Caballero y Ocio para con sus bienes, se vio reflejado en el mejoramiento de los templos y conventos que existían en nuestra ciudad, y además procuraba solventar los apremios económicos, tanto de personas humildes como de muy conocidos personajes, al tener un modo de conocer sus problemas por parte de los abogados y de los sacerdotes, y ordenaba que sus arcas fueran llevadas para que subsanaran las deudas pendientes de manera anónima.
Las aportaciones de Don Juan Caballero, no sólo se concretaron a la ciudad de Querétaro, en Logroño, España -tierra de su padre, donde le ofrecieron el obispado- construyó un templo. Mejoró el lujoso altar de los reyes en la catedral metropolitana, previéndolo de muy finos ornamentos, y además, algo de lo que poco se conoce, pagó la expedición del padre Salvatierra y el padre Quino para la conquista de la Baja California, fue un gran benefactor.
Un sacerdote al que sus contemporáneos tenían como santo, era un jesuita, que fue rector de los colegios de San Javier y San Ignacio de Loyola, el era el padre de la vía y Santelices. Hombre desprendido con sus bienes, ejemplo de rectitud y solidaridad para con sus semejantes, que siendo tan ejemplar su vida, sus beneficiadas las monjas capuchinas, realizaron a su muerte sus funerales, quedando consignado en el libro de “Acuerdos curiosos”, escrito por un monje franciscano anónimo que su corazón fue extraído y sepultado en el convento de las madres capuchinas para que estuviese siempre con ellas.
Don Trinidad Rivera, fue prefecto de la ciudad y además un próspero hombre de negocios que con sus propios recursos y de acuerdo con su piadosa esposa decidieron fundar un asilo, para el que compraron parte de la Real Fábrica de Tabacos de San Fernando. La construcción que para ese propósito se realizó fue de tan buena calidad que se conserva hasta nuestros días y a la que no se escatimaron recursos. Al igual que la que sería una escuela para señoritas y a la que hoy se conoce “Casa de los Leones” en las calles de Juárez, Don Trinidad Rivera aportó mucho a Querétaro, dejó dos fincas más para que con sus rentas se financiara dicha escuela para la educación de señoritas y su asilo para la atención de los ancianos.