La muy conocida y sonora voz, retumbó por todo el gran edificio haciendo eco en los más alejados rincones; eran las ocho con diez minutos de la mañana, cuando un par de rezagados jóvenes estudiantes de preparatoria se toparon frente al Rector –¡apúrenle, apúrenle! — ¡muchachitos flojos, ya ven por quedarse dormidos se les hizo tarde! –¡son las ocho y diez, ya deberían estar en clases! –¡¡¡Su maestro ya llegó!!! el si es puntual, no como ustedes par de flojos –¡apúrenle, apúrenle sino no pasarán de año! –Y aunque vengan sus papas a suplicarme ¡los repruebo! ya que les tengo que enseñar a ser responsables; –si no como les va a ir en la vida, –si empiezan mal; mal acaban –Ante esta retahíla verborrea, los dos espantados jóvenes seguidos por Don Fernando Díaz Ramírez, el Rector, entraron al salón pero continuaron escuchando junto con todos los demás que ahí se encontraban; él como la voz se alejaba lentamente pero dejando escuchar –¡par de tontos,– no aprovechan la oportunidad que se les da por más que se les dice no entienden,– es como predicar en el desierto!
Si; así era el Rector quien se había abrogado el derecho de ser además de maestro; el padre putativo de todos los estudiantes de la universidad; hasta de los que en su propia cara les decía que los aborrecía por conflictivos, y que siempre para su vergüenza, por su estilo tan peculiar que hacía que todos se enteraran de lo que decía. Toda la universidad se enteraba, porque toda se encontraba en el edificio de las calles de 16 de septiembre; con excepción de la escuela de Bellas Artes que estaba en el que fuera la antigua academia, todo lo demás se encontraba en lo que fue el colegio de San Francisco Javier de los Jesuitas, ahí, tenían cabida; la secundaria, la preparatoria, derecho, química, enfermería y dos años de la carrera de ingeniería y el Rector tenía bajo su control absolutamente todo.
Con una capacidad especial que a muchos mentores les parecía imposible y a otros les tomaba mucho tiempo, para que a fuerza de pasar lista diariamente, lograran memorizar los nombres de sus alumnos, -y esto se daba ya muy avanzado el año- a Don Fernando Díaz con su mente fotográfica, le permitía traer en el cerebro una ficha de cada alumno, la que consistía en; desde luego el nombre y apellidos, el año escolar, el grupo, el maestro que le impartía clases, además de la tira de materias en la que estaban incluidas las aprobadas y también las reprobadas con el número de veces que esto había acontecido. Conocía quienes eran los padres, los abuelos, el número de hermanos, el domicilio y cuando tenían teléfono también porque en esa época había pocos teléfonos en la ciudad ¿lo dudan? Afortunadamente viven aún muchos que pueden atestiguarlo.
En la década de los años 50, casi a finales de la misma, cuando el pasar de la secundaria a la preparatoria, las que se cursaban en la misma universidad, esto ocasionaba en las familias sentimientos muy especiales, por un lado el hijo llegaba a una institución formal y de prestigio, en donde la libreta de calificaciones ya salía sobrando; ahora no se podía saber su aprovechamiento sino hasta final de cursos, y la conducta del alumno era celosamente vigilada por el Rector, el que intervenía para hacer la diferencia entre aprobado o reprobado. Además; por la pluralidad de pensamientos, el alumno conocería cosas nuevas que a las familias tradicionales siempre les inquietaba. Pero el hijo ya era adulto, solo se le tenía que orientar y advertir de los peligros; por lo demás, le dejaban a la voluntad de Dios.
Pero no; nada había que temer, para eso existía el señor Rector don Fernando Díaz Ramírez, prestigiado jurista, notario, historiador y político, con vocación de maestro en la más amplia acepción de la palabra, abarcando desde el mentor y el educador, y si era necesario también inquisidor. Todo esto en aras del futuro de sus alumnos; ¡de sus hijos! a quienes cuidaba y protegía exigiéndoles dentro y fuera de la Universidad buen comportamiento, y como en Querétaro solo existían dos cines; el Alameda y el cine Plaza era en este último el que por la cercanía con su domicilio a tan solo unos cuantos pasos en la calle de 5 de Mayo, lo que le resultaba muy práctico para acudir ahí al señor Rector y –¡cuidado!–Si alguno de los alumnos tenía la mala suerte de toparse con él, al pretender ya con boleto en mano entrar al cine para presenciar la función y era visto por el Rector; de inmediato le reclamaba con su sonora voz–¿qué haces aquí muchachito?—Estas reprobado y vienes al cine –¿a perder el tiempo verdad?– ¡lárgate mejor a estudiar!
Algo tenía aquella voz, ya que sin gritar pues no hacía el más leve esfuerzo para ello y su voz salía de un timbre muy peculiar; como que sin ningún desperdicio utilizara las cuerdas vocales para vibrar como cantante de ópera, con voz entre tenor y barítono y que resultándole a él tan normal para hacer comentarios, aunque se encontrara solo; con frecuencia en lo más emocionante de la película se le escuchaba decirle a los actores tal como si se tratara de sus alumnos –¡ándale apúrate, te van a ver!— ¡te lo dije tarugo ya te vieron!– Y todos los del cine se enteraban de que el Rector se encontraba ahí; había que salir sigilosamente antes de que se prendieran las luces, para escabullirse de un público y escandaloso regaño; este era el señor Rector Fernando Díaz Ramírez.
Como maestro; impartía la clase de historia de México, pero en la práctica las impartía todas al cubrir a otros maestros ausentes. Dominaba el francés y suplía al maestro Pablo Silva o al maestro Rúelas y al padre Morales que impartían lógica y ética, en ocasiones también daba la clase de filosofía, de raíces griegas y latinas; al único que no suplió fue al maestro Rodríguez que impartía la materia de higiene, porque esta nunca le interesó, optando ante la ausencia del maestro por dejarlos salir sin recibir la clase. Pero según fuera su estado de ánimo; lo mismo daba la clase de la materia o ocupaba los 45 minutos, y en ocasiones más si agarraba vuelo; para imponer una tremenda regañada de permanencia involuntaria pero obligatoria.
Su oficina de la rectoría estaba en el amplio salón de la planta alta, en donde desembocan las escaleras; por esa puerta se entraba al salón de trofeos que habían sido donados por distinguidos universitarios destacados en el deporte nacional e internacional como don José Luis Herrera Pimentel, sus hijos José Luis y Mario. El míster Gilberto Trejo campeón Centroamericano de atletismo al igual que Joaquín “valeco” Zúñiga campeón Centroamericano, «el monje» Rivera, también. Posteriormente Enrique Rabell asistente a la olimpiada de Roma, quien donó las medallas obtenidas. Encontrándose en este sitio numerosos trofeos nacionales y locales en diferentes disciplinas, incluidos el pentatlón y la natación.
A la derecha de esta sala de trofeos; se encontraban los funcionarios universitarios que eran dos; el secretario de la universidad el señor José “Pepe” Urbiola, el tesorero licenciado Rodríguez Aguillón, tres secretarias que integraban el equipo del hombre orquesta, el que tenía la capacidad de dirigir por sí solo “a toda la universidad” y a quien se le pedía autorización para todo –¡señor Rector, está aquí fulano que viene a pagar unos extraordinarios!– -¿cuántas materias debe?– Preguntaba el Rector–¡cinco señor Rector!–¿Cómo que cinco materias?– ¡si no son jitomates?– Pero dáselas para que ya se largue y no de lata aquí.- — Señor Rector; que de los quince pesos que cuesta cada extraordinario, nada más trae 25 pesos–. Alzando la voz el Rector ordenaba –¡con tal de que se largue, dáselas yo pongo lo demás! — Este era Don Fernando Díaz Ramírez.
Al transformarse en una universidad autónoma; pocos cambios se notaron, en esencia seguía igual; los mismos alumnos de días anteriores al logro estudiantil; las instalaciones señoriales e imponentes continuaban igual que en los últimos doscientos años, los maestros eran los mismos; un grupo de ciudadanos dedicados a la enseñanza y el Rector continuaba siendo Don Fernando Díaz que si en algo había cambiado, sería en el aumento en el tono de su voz, como producto de su triunfo y también su sonrisa resultaba más aparente, se le notaba más amable porque había conservado su universidad. Si; su universidad y ahora tenía que mejorar sus instalaciones.
Lo primero fue derribar el frontón del gran muro que daba a la huerta, para esto solicitó a los estudiantes que se sumaran con los escasos albañiles y el frontón pronto fue transformado en montones de escombros, lugar en donde fueron tomadas unas fotografías “amañadas” al cargar algunos de los que frecuentaban el gimnasio; partes del aplanado por su cara rugosa y simulando de que se trataba de grandes rocas, dejar su musculosa figura estampada en blanco y negro.
Ya sin el frontón en ese lugar se construyeron tres aulas; primero, para los últimos grupos de secundaria, y al desaparecer este nivel se utilizaron para impartir biología y zoología con el maestro Rodolfo Solís. Estas aulas posteriormente al ocuparse por los alumnos de nuevo ingreso; fueron conocidas como las “perreras” en alusión a los novatos graciosamente llamados “perros” y tratados como tales durante el tiempo que la suerte hacía que se pasara la novedad y que estos lograran integrarse al alumnado universitario.
Para las novatadas también conocidas “como perradas” se realizaban eventos internos desde el primer día de clases, siendo la práctica más extendida; el cortarles el cabello de forma que irremediablemente se tenían que rapar, después; el baño en la desaparecida pila del patio de los naranjos, algunos se llevaban una que otra patada en el trasero y si se ponían renuentes o agresivos se les calificaba como “perro rabioso” invitándolos a pasar al gimnasio a ponerse los guantes de boxeo, para enfrentar al azar a uno de quienes practicaban este deporte; esto resultaba en el mejor de los casos ya que si se calentaban, el encuentro se convertía en una pelea a mano limpia y estaban condenados a perder; porque en la Universidad Autónoma de Querétaro había especialistas en «meter bien las manos».
El otro evento; el que no siempre se daba, consistía en llenar de anilina a los “perros” y sacarlos a desfilar por las céntricas calles de la ciudad, para después bañarlos en el jardín Obregón, ante la mirada expectante de los ocho o diez policías municipales encargados de vigilar el orden público. En ese tiempo pocas tropelías se cometían; los estudiantes estaban cercanos con algunos comerciantes que les regalaban refrescos y hasta uno que otro “pomo” los que cumplían la función sociológica del alcohol, al integrar a los que habían iniciado el recorrido como víctimas y salir amigos de sus victimarios festejando por igual.
Muchos maestros notables habían ya pasado por las aulas universitarias, continuando una centenaria labor educativa iniciada desde los ilustres sacerdotes jesuitas que desempeñaron esta noble misión, y tocó en los años cincuenta del pasado siglo a otros no menos merecedores de reconocimiento. El maestro Agustín Vega, el licenciado Rúelas, el doctor Rodolfo Solís, el ingeniero Aragón, el doctor Pablo Silva, Domingo Olvera, Gilberto Hernández, el doctor Carlos Vázquez Mellado y el doctor José Alcocer Pozo, el ingeniero Salvador Vázquez Altamirano, el químico Dionisio Maciel, el maestro Salvador Galván, el escultor Jesús Rodríguez, el químico Jesús Venegas, el padre José Morales, Don Fernando Díaz Ramírez y tantos más que con su gran dedicación formaron muchas generaciones de profesionistas y quienes no llegaron a titularse, obtuvieron los conocimientos suficientes para desempeñarse productivamente en su vida.
Los salones de clase, con excepción de las modernas “perreras” todos eran unos amplios espacios del antiguo colegio de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier. Con altos techos y muy buena iluminación aunque pocos coincidían en tamaño, ya que algunos como el antiguo salón de física ubicado en la parte superior del gimnasio, tenían el doble de espacio de un salón ordinario; ambos estaban plenamente justificados para su destino ya que en el gimnasio, se podían ejercitar en la barra fija, el caballo con arzones, las argollas, las barras paralelas, un cable para trepar utilizando la pura fuerza de los brazos, además de una colchoneta para practicar la lucha, un costal y pera para entrenar el boxeo, barras para ejercicios a diferentes alturas las que estaban adosadas a los muros, pesas de bola de 30 kilos; como las de las caricaturas que representaban a los antiguos pesistas y además algo muy curioso que ya no se ve y que aquí quedaba como remanente de los forzudos de antaño, se trataba de las campanas metálicas de diferentes pesos, para cargarlas según un instructivo fijado en la pared y que eran de procedencia europea. El instructor del gimnasio era el maestro Aguilar; conocido como “el burro” se trataba de un ex luchador.
En la parte superior al gimnasio estaba el salón de física el que representaba un verdadero museo en cuanto a aparatos científicos; ruedas de vidrio con manijas para hacerlas girar y recipientes para producir electricidad estática. Un telescopio de latón, aparatos que ya entonces solo se conocían por los viejos libros clásicos de física. Equipo que, por su manufactura y fino acabado europeo, coincidían con los instrumentos instalados en el Observatorio Meteorológico que funcionaba en un tercer nivel, al que se accedía por una escalera metálica de caracol que aún se encuentra a la entrada de los sanitarios de la planta alta. En este Observatorio se podía encontrar un pluviómetro, termómetros y barómetros, un anemómetro e higrómetro y la encargada del equipo era la señorita Enriqueta Rangel que también se desempeñaba como destacada pianista.
Los estudiantes de la carrera de derecho no rebasaban los veinte y en la carrera de ingeniería, como se cursaban solo dos años en Querétaro para posteriormente presentar un examen en la UNAM para terminar la carrera. En química, el alumnado era un poco mayor; la carrera se completaba aquí y sus laboratorios se localizaban en una ampliación que muy reciente se había construido entre el patio de los naranjos y el hermoso patio Barroco, lo que resultaba un sitio lejano para realizar compras en la tienda que se encontraba en 16 de septiembre esquina con Río de la Loza; solucionando “científicamente” el problema, mediante un mecate y una bolsa de ixtle de vivos colores, en la cual Don Aurelio el propietario de la tienda depositaba las tortas y los refrescos tomando previamente el dinero.
La amplia biblioteca depositaria de siglos de conocimientos contenidos en los libros legados por los jesuitas, se encontraba en un local de amplia puerta, siempre abierta de par en par, todos los días hábiles del año, y esta biblioteca era cuidada por un mozo el que se retiraba por largos ratos para atender otras actividades, propiciando el robo y la mutilación de los libros. Antes no se conocían las fotocopias, por esto se dio la práctica de desprender las hojas para llevárselas. Muchos libros se perdieron y lamentablemente se vio disminuida la biblioteca perdiéndose gran parte de este acervo universitario, por lo que el señor Rector tomó la determinación; de que «para que no se perdieran los libros, se los llevó a su biblioteca», lo que resultó peor, ya que terminaron años después en el estado de Nuevo León al ser vendida esta por su hijo.
Un amplio salón, con todos los detalles propios de su época, localizado en la planta alta, sobre las escaleras con las que se comunicaba a través de un medio barandal, el que permitía un espacio para la ventilación, era la conocida como “Aula Magna” la mejor de todas, con su butaquería en declive; una tarima para darle mayor altitud en donde se encontraba una amplia mesa y sillones de vistoso respaldo, con fino trabajo de ebanistería, podía decirse que muy lujoso, por lo que este lugar se convertía en el lugar de honor que sirvió para la recepción; incluso de presidentes como Adolfo López Mateos cuando visitó a la provinciana y olvidada Universidad de Querétaro. Lugar en el que se impartieron verdaderas cátedras por parte de ilustres maestros. Sede de concursos de oratoria de donde surgieron campeones nacionales. En fin, un real espacio en donde la universalidad de pensamiento encontraba lugar idóneo, y que desafortunadamente la piromanía de algún resentido la convirtió en cenizas y carbón.
En el pasillo de la entrada principal, de lado izquierdo, se encontraba el cuarto del campanero; velador e intendente de nombre Baldomero conocido como “Baldo” encargado de tocar la campana cuatro veces por la mañana y tres por la tarde, siempre faltando cinco minutos para la hora, iniciando con las primeras campanadas faltando cinco minutos para las ocho y en la tarde faltando cinco para las tres, invariable y puntualmente, porque Baldo tenía en un muro un reloj de péndulo, más puntual que el “Big Ben”. Razón por la que, si alguien como se dio el caso, apostaba que la campana no tocaría para llamar a la próxima clase; tenía que ser por un sabotaje, el que consistía en amarrarle trapos al badajo como se lo hicieron varias veces.
Frente al cuarto del campanero, se encuentra bien trazada y elegante escalera; observándose en ambos lados de la misma puertas; en donde de un lado se guardaban los instrumentos de la banda de guerra del Pentatlón; la otra de lado derecho era usada como “cuarto de torturas” en donde se encerraba a los alumnos de nuevo ingreso, con un supuesto “maricón” que lo presionaba hasta hacerlo llorar, escuchando todo lo que acontecía dentro, un nutrido grupo de perversos que tenía ya muy bien montada su actuación. Varios fueron los que padecieron este tormento conservando hasta la fecha las secuelas del trauma sufrido por esta bien elaborada broma estudiantil.
En apartado rincón de un pasillo del patio principal, en el ángulo Norponiente a través de una angosta puerta con cristales, con aspecto ya muy moderno, se podía pasar a unos baños que funcionaron cuando la institución se denominaba Colegio Civil. Por estar estas regaderas en lugar cercano al gimnasio, y después de sudar durante una hora de vigorosos ejercicios, los que descubrieron el lugar ya tenían su toalla y su jabón ahí, y la experiencia les había enseñado; que para abrir las regaderas se tenía que hacer a base de pequeños golpes con la palma de la mano, nunca tocarlas como una llave común, porque estaban “electrificadas” y con el piso húmedo y hasta enlamado, se propiciaba una perfecta tierra para hacer con el cuerpo un arco voltaico.
La Universidad y su Rector imponían mucho respeto, motivo por lo que de existir alguna diferencia entre los alumnos y al calor del impulso juvenil se decidía dirimir el conflicto “a trancazos”, se formaba un grupo que acompañaba a los rijosos hasta la esquina, al amplio espacio que existe entre la parroquia de Santiago y la casa de los Urquiza y ahí con habilidad, se trenzaban en feroz y rápida riña, de la que solo quedaban algunos moretones y rara vez sangre; después, todo seguía igual.
La inquietud juvenil, en ocasiones rebasaba algunas normas del orden municipal; casi siempre por el alboroto que causaban los gritos de no más de 50 estudiantes, los que propiciaban que la autoridad sintiéndose obligada para hacer guardar la tranquilidad, tuviera que actuar; como en el caso motivado por la no aceptación del descuento a los estudiantes, de una nueva empresa en la ciudad, la que manejaba el nuevo «cine Reforma» moderna sala cinematográfica instalada en la calle de 16 de Septiembre, lugar al que se encaminó un grupo de estudiantes para hacer presión con su sola presencia, encontrando las cortinas de acero abajo y para mala fortuna de la empresa, pasaba en esos momentos una camioneta cargada con material de construcción, iniciándose la lapidación de la elegante marquesina, que por ser de plástico voló en pedazos, así como los vidrios de una pequeña ventana de la sala de proyección que daba hacia la calle.
Uno de los aprehendidos por las fuerzas municipales se encontraba frente al cine y el si había participado, pero el otro se encontraba tranquilamente en una banca del jardín Obregón, platicando con su novia, y era una persona sumamente tranquila, que se caracterizaba por ser un ávido lector y se iniciaba escribiendo en esa época algunos artículos; se le conocía con el apodo de “el parafinas” por su blanco y casi transparente color de piel; su nombre Francisco Cervantes Vidal. Al enterarse el licenciado Fernando Díaz de la detención; salió de su despacho a unos metros del Palacio Municipal, lugar a donde habían sido trasladados los dos estudiantes, y aunque la puerta estaba cerrada, con sus gritos logró que lo recibieran, para unos minutos después; salir rubicundo, agitado; pero ya con los dos estudiantes liberados, y uno de sus argumentos resultaba el más sólido, expresado con su propio estilo diciendo– ¡Cervantes es el único estudiante comunista que tengo y no permitiré que lo encierren!
Iniciador y defensor de nuestra Universidad, el licenciado Fernando Díaz Ramírez se mantuvo ligado a ella hasta el último de sus días; siempre expresaba su gran satisfacción de haber logrado cumplirle a Querétaro con la creación de una institución que formara a los jóvenes para hacerlos gente de provecho tarea a la que se entregó por entero, con su peculiar estilo, con su fácil verbo y sus muy amplios conocimientos. Con toda su pasión expresada a través de algo que sin lo cual no se le puede imaginar; ¡Su Voz! tan característica y tan especial; y es un sobrino el que tiene la más acertada clasificación de ella; Sergio Díaz el popular “cacahuate”, califica a su tío como una persona de voz de “lija”.