Aquella mañana tenía algo de especial, dado que con el transcurso de las semanas el equipo contaba con un nuevo miembro que se sumó al principio casi inadvertidamente, pero que por varios motivos significaba algo diferente a lo que este grupo de jóvenes estaban acostumbrados, diferente porque no era como ellos, pero tenía algo especial.
Corpulento y fuerte, a primera vista denotaba que su alimentación y posibilidades eran muy superiores a las de la mayoría de esbeltos atletas llaneros, que se reunían una vez por semana en los años que marcaban la parte media del siglo pasado. En 1950 iniciaron después de jugar por diferentes campos deportivos del Distrito Federal todos con la característica de permitir un íntimo contacto con la naturaleza, muy íntimo, ya que al ser de “tierra suelta”, ésta les penetraba por todos sus poros, pero nunca limitó su afición por el deporte del balón de cuero, lujo que se podían dar al comprarlo a módico precio en Tepito o La Lagunilla.
¿Uniformes? ¿Para qué, si todos se conocían muy bien?, y aunque la gama de colores o lo que podía apreciarse de ellos al cubrir el polvo las prendas y darles igualdad de camouflage perruno se identificaban sólo por la voz al exclamar: ¡Ya pásala! o ¡Por acá guey! Y en el segundo tiempo, sólo por lo que podía verse del brillo de los ojos entre adobes y lágrimas.
Claro que tenían afición, y mucha, pues algunos acudían caminando de diferentes colonias, otros en camión, pero todos puntuales al baldío. Perdón, “campo de futbol” en terrenos de San Ángel, desolado paraje que en los años 50 les “prestaron” para jugar, pero que nadie en el equipo sabía quién lo había prestado. Colindaba con unas milpas que hacían de amortiguador ante los “trallazos” de los jugadores, parando el balón que les daba la ventaja de no tener que ir muy lejos por él.
Este equipo “no era cualquier equipo”. Tenía patrocinador. Sin saber cómo, pero eso sí, por méritos propios, estaban en la Liga patrocinada por una línea camionera, la empresa ADO, que promovía entre sus trabajadores el deporte, el deporte de quienes, con lo indispensable para lograr “un elemental equipo”, la mayoría de las veces improvisado, sin la tecnología con que se cuenta actualmente, pero con mucho corazón “le entraban al futbol”.
Vecino del asentamiento que en esa época era un grupo de improvisadas casas con calles de tierra y sin servicios, que se conocía como el Olivar del Conde, don Bonifacio Jiménez López –ahora vecino de La Cañada, municipio del Marqués, Querétaro–, recuerda a ese joven, mayor que ellos, y que un día les pidió jugar en el equipo, y al cual no pudieron negar su petición “aunque era diferente a nosotros”. Su forma de acercarse y pedir las cosas nos dio confianza y poco a poco nos fue ganando. A esto hay que agregar que nos empezó “a pagar las tortas”.
Dos años aproximadamente, con muy escasas ausencias, Rafael Camacho Guzmán acudió a jugar con el equipo cono centro medio o defensa central por su corpulencia y coraje, en ocasiones como portero. “No era muy bueno, nosotros éramos mejores”, relata Don Boni, o Don Baldo, como también se le conoce, pero Rafael tenía algo, lo sentíamos diferente a nosotros, pero “nos trataba parejo”. Sí, era muy parejo, muy gritón, pero cuando había necesidad de entrarle en defensa de sus compañeros, nunca se arrugó.
Durante este tiempo fue creciendo un aprecio de varios integrantes del equipo por Rafael, dado que, sin pedírselo, cuando veía a alguno con los zapatos jodidos, sin ostentación, le regalaba unos nuevos o de “medio cachete” y en varias ocasiones dejó parte de sus prendas con las que acudía a jugar con sus co-equiperos. Más aún, haciendo una pausa Don Baldo recuerda dos hechos que no se le pueden olvidar: en una ocasión, en el mes de diciembre les dijo Rafael: “cáiganse con una lana para comprar dulces para los niños, lo que traigan, lo que importa es lo que den ustedes”, y pasó juntando algunos veintes de cobre y alguna mayor cantidad de níqueles de 5 centavos, que eran los que rifaban entre el equipo. Compraron dulces para los niños, los que fueron entregados antes de Navidad.
Otro hecho triste fue que, durante el terremoto, conocido como el “temblor del 57” en el que se derribó el edificio de Cantinflas en la esquina de Frontera y Álvaro Obregón, les pidió que fueran a localizar heridos junto con él. Presente en la memoria de Don Bonifacio quedó que cuando jugaba Rafael Camacho en el equipo, le dijeron que vivía cerca de San Ángel, y que acudía un grupo de personas a verlo jugar.
El tiempo transcurrió y Don Baldo regresó a Querétaro en 1960, como eficiente y experimentado maestro de obras, desempeñándose en muchas construcciones en todo el estado, lo que le ganó prestigio local. Estando en una de las obras encomendadas que por su delicadeza requería de experiencia de quien las coordinara, ya que se trataba de la restauración, nada más y nada menos, que, de la Casa de Cultura, que se encontraba en la incomparable Casa de Ecala, y siendo ésta, como es sabido, cercana al Palacio de la Corregidora y a la Casa de Gobierno, por azares del destino cruzó la Plaza de Armas el entonces Gobernador Rafael Camacho Guzmán. Se cruzaron las miradas de quienes por más de 20 años no se habían visto, y aparentemente todo quedó ahí, pero no fue así. Don Baldo sabía quién era, con sólo verlo, pero era el Gobernador del Estado “ni hablar”. Dos o tres veces más lo vio pasar por el mismo sitio y las obras continuaron en la Casa de Ecala por aproximadamente un año.
Por aquel entonces visitaba el Gobernador Camacho Guzmán el barrio de San Gaspar, en Cadereyta. Don Bonifacio trabajaba en el arreglo de la escuela del lugar y como existían problemas serios al intentar las autoridades derribarla para construir una nueva, la población se opuso y conocidos profesionistas se sumaron a esta causa para que quedara la escuela, pero se restaurara. El propio Gobernador, en persona, quería ver los trabajos de restauración de la misma. Las cosas fueron diferente esta vez. Llegó el Gobernador iniciando el recorrido por la obra, notó la presencia de Don Bonifacio, le clavó la mirada, pero no dijo nada. Continuó caminando y de regreso se acercó a él y tomándolo de los hombros, con su brazo izquierdo, lo apartó de la demás gente y le dijo: “¿eres tú cabrón?”. “Sí, soy yo, Rafael”. “Pues te llamé para acá para decirte: chinga tu madre cabrón”, palabras que acompañó de sonora carcajada, y cuando el ya confiado Bonifacio iniciaba un “pues chinga la …”, fue interrumpido por el mismo Camacho Guzmán, quien les decía a sus ayudantes, “no hay problema cabrones”.
En esta forma se daba el re-encuentro de quienes compartieron afición por el futbol y a quienes el destino les permitió caminar juntos futbolísticamente hablando, en los años de juventud, y posteriormente, uno como gobernador, conocer que aquel muchacho del Olivar del Conde realizaba trabajos en su tierra como maestro de obras, y que sus encuentros frecuentes durante los siguientes años permitieron que con escasas palabras, al cruzarse momentáneamente en las misiones del Sierra Gorda, en las cuales trabajó Don Bonifacio Jiménez López, cruces fugaces como en la polvorienta cancha de San Ángel, de los Estudios San Ángel, saludarse muy a su manera, con un “quihubo cabrón”, y una que otra mentada de madre, pero siempre “con mucho respeto”.